Hace apenas unos meses, en octubre de 2010, el nombre de Antonio Ortuño estuvo en boca de todo mundo en la pequeña galaxia de los literatos. El motivo: el polémico “caso Granta”: un listado de los autores hispanohablantes más prometedores, a juicio de la revista británica en su edición en español. Es el único mexicano en la lista de 22.
Las voces se alzaron en blogs, revistas digitales, suplementos, Facebook, Twitter. Se levantaron contra los criterios, contra la desproporción de nacionalidades, contra los seleccionados y los omitidos, contra los autores que habían leído y contra los que no, contra las editoriales y su supuesta mano negra, contra los que se quejaban, contra los que le prestaban demasiada atención al asunto y en resumen, contra todo.
Como era de esperarse, ahora que los vientos se han apaciguado, las copias amarillas con fucsia de la antología yacen apiladas en el suelo de las librerías.
Mientras tanto, Ortuño esperaba a que saliera de las prensas La señora rojo; al igual que su primer libro de cuentos –El jardín japonés–, bajo el sello editorial Páginas de Espuma. Ambos apenas rebasan el centenar de páginas, ambos reúnen historias antes aparecidas en revistas como Letras Libres y Cuaderno Salmón, ambos hacen gala de humor negro, lenguaje directo pero literario y un cierto afán por la vida secreta de los oficinistas, los “artistas”, la infelicidad, el mundo del porno y la muerte lenta de algunos animales.
Pero entre uno y otro existe la diferencia esencial de la navaja de Ockham: en La señora rojo la prosa de Ortuño alcanza una claridad rasa y limpia, que ya no se pierde en detalles vanos, para centrarse mejor en la línea narrativa. Ahora son las acciones, una tras otra, las que denuncian, por ejemplo, el rencor de un cornudo que busca vengarse del Mago Que Hace Nevar con un menjurje negro, en “El grimorio de los vencidos”, o la indolencia de un tipo mientras su padre agoniza y su madre muere de repente, en “Felicidad”.
También a través del lenguaje, como en “Agua corriente”, donde el desprecio abyecto de un púber mísero que aprovecha el funeral de su hermano imbécil para conocer y exprimirle unos pesos a su padre, se manifiesta en descripciones despectivas, aunque no desprovistas de factibilidad.
La voz de este primer cuento no es la misma que en todos los subsecuentes, pero sí es idéntica en técnica focal: un narrador-protagonista en primera persona, siempre desgrana desde su trinchera el relato propio, con la sola excepción de “La culpa de las revueltas”, en el que hay un tercero, testimonial y omnisciente, que lo mismo da cuenta del diálogo entre el profesor facho y los estudiantes revoltosos, los subsiguientes tiros del revólver, la gresca tras la puerta cerrada y la indiferencia de los policías en el estacionamiento.
Quién sabe si Ortuño lo note o le importe, pero en la interpretación del lector no hay persona tan peligrosa para un autor como la primera: algo de sí debe de haber en el cuento de un editor trasnochado en la redacción del periódico, de malas por las travesuras de sus reporteros, que no han aprendido a jugar con la pelota afuera y no en el pasillo, frustrado porque la esposa y el hijo ya no le permiten gastarse la paga en discos y alcohol, sino en la renta y pañales, encima vapuleado por un malviviente al salir de un cajero automático, tan guarro que hasta el taxista se lo tenía advertido: “Masculinidad”, se llama el cuento y termina con una frase memorable: “Como un emperador que marcha al exilio, me fui a calentar el biberón”.
La de género no es la única crisis que ocupa a Ortuño –si bien permea gran parte de los relatos–. De hecho, haber elegido “La señora rojo”, podría indicar que le interesa menos que el asunto del Apocalipsis. El fin del mundo, quiero decir, y no sólo el fin del mundito particular de cada uno de sus personajes, sino el fin del mundo sugerido por el calentamiento del ambiente, que parece haber llevado a toda la población de tortugas gigantes a morir lentamente arrimadas a las calles, las banquetas y los jardines de las casas de la ciudad: una relación escenario-habitante de aire cotidiano, que recuerda sin desviaciones a Oryx y Crake, de Margaret Atwood.
Esto es sólo un esbozo de “Carne”, la primera mitad del libro, con un breve asomo a “Mundo”, la segunda. El cuadro completo está en las librerías y que apenas se presentó el viernes pasado, en Casa Cortázar.