A Eduardo Lizalde
La joven apetece el mar nocturno
como un racimo de uvas ofrecido
indefenso, a la altura de los labios.
Con el olor de la sal se perfuma
los pezones, el sexo, las axilas,
convierte su deseo en un cangrejo
que camina hacia el frente sin temores.
Cuando aparezca el sol sabrá sin duda
que un tigre hay de la noche a la mañana
suspendido en el aire, ante su presa.
El beso
Durante el beso, la mujer y el hombre
comprometen su sangre con la noche.
Quien habla en ese instante es el silencio,
pronuncia mil cumplidos a la muerte
a fin de obtener su reloj de arena
para otorgar más tiempo a los amantes.
Al separar sus labios conocieron:
el sueño del profeta iluminado
la cifra exacta de aves en un bosque
el pacto de los reinos enemigos.
Mignon
Cuando una oveja bala, extraviada en su sueño, trataría de
escuchar sus pisadas en el paso si no fuera por el herrero que
golpea sobre un yunque.
Mignon, agua que al fluir recobra su memoria, vendimia
de una luz todavía tierna. Entre todas las voces, prefiere la de
un campanario. No cabe en su cabeza un tren cargado de nieve.
Mignon, reverencia ante un bosque incendiado, avaricia
de una mariposa. Ha dado noticia de un niño que tocó la luna en
el agua de un estanque y se sintió culpable.
En su oración, los amantes cifran sus aspiraciones.
En los extremos del muro ordené construir dos hornacinas. En
una reposa el sol rodeado de peces. En la otra, un diablo se
masturba delante de un colibrí.
El perfume
En la albura del nardo comparece
moribundo en su flama, herido en vuelo
su blasón sometido a fuego y nieve.
Su cargamento de aire es conducido
en hombros de un ejército con fiebre
que a falta de espejismos capitula.
En su convalecencia, la flor duda
si elige al colibrí que ve a la muerte
oler su aroma o a la frágil muchacha
que roba su miel con sólo desearla.
Ernesto Lumbreras