Triste Girona de mis siete años:
en la posguerra los escaparates
tenían un color gris de penuria.
Y, sin embargo, en la cuchillería,
en cada hoja de acero destallaba la luz
como si se tratase de pequeños espejos.
Descansando la frente en el cristal,
miraba una navaja larga y fina,
bella como una estatua de mármol.
Puesto que en casa no querían armas,
fui a comprarla en secreto y, al andar,
la sentía, pesada, en mi bolsillo.
Cuando, a veces, la abría, muy despacio,
surgía, recta y afilada, la hoja
con esa conventual frialdad del arma.
Silenciosa presencia del peligro:
la oculté, los primeros treinta años,
tras los libros de versos y, después,
en un cajón, metida entre tus bragas
y entre tus medias.
Hoy, cerca ya de los cincuenta y cuatro,
vuelvo a mirarla, abierta en la palma de mi mano,
igual de peligrosa que en la infancia.
Fría, sensual. Más cerca de mi cuello.
Joan Margarit