El corredor del área de inhaloterapia está sofocado. A lo largo del angosto pasillo unas 30 personas esperan la hora de entrar a su cita, sentadas a un lado y otro, junto a las paredes. Para atravesar el corredor humano hay que respirar aire pesado, vaporoso y caliente. El ruido de tos y estornudos ronda en la atmósfera. La puerta de vidrio ubicada al fondo permite ver el movimiento de algunas enfermeras con sus vestidos blancos y chaleco azul. Detrás del cristal está sentada la señora Lupita Martínez. En ambas fosas nasales lleva insertados tubitos verdes por donde fluye el contenido de un pequeño bote plástico que dice: OXíGENO.
La señora tiene la mitad de los pulmones desecha. Para conservar la vida cada mes necesita tres tanques de oxígeno, “por lo menos”. En su casa de La Piedad, Michoacán, de donde es nativa, respira conectada a un tanque desde antes del anochecer hasta las doce del día siguiente. Sin los tubos nasales, sus manos se ponen moradas y se hinchan sus piernas.
El doctor que la atiende dice que en los pulmones trae el daño equivalente a fumar cuatro cajetillas de cigarros diarias. Ella dice que solo inhalaba dos cigarrillos al día, “uno en la mañana y otro por la tarde”, cuando su marido andaba fuera en el trabajo.
Su esposo ya murió, al igual que su padre. Le quedan sus hijos: uno le proporciona el dinero para los tanques de aire, otro le lleva despensa y el último cubre sus gastos domésticos.
Está en las mismas condiciones que cuando murió su padre. Ahora tiene a sus hijos. Su mirada es vidriosa cuando comienza a narrar la historia negra de sus pulmones. Quizá por la nostalgia de los recuerdos. Tal vez por el aire comprimido que los médicos le suministran.
Su padre murió cuando contaba ocho años. Su madre, incapaz de pagar energía eléctrica, alumbraba la casa con una lámpara de petróleo. Algo que Lupita no aceptaba del todo: “Se me tapaba la nariz en la noche. Luego con el dedo me hacía así (como si picara su fosa nasal) y lo sacaba todo negro.“
Eso fue hasta los 16 años, cuando se unió en matrimonio a un joven que vendía tacos dorados y tostadas.
“Y pues me puse a ayudarle. Tenía ese negocio con su mamá. Él vendía los tacos y nosotras los hacíamos. Lo malo fue que usábamos leña. Era de estar casi todo el día ahí en el humaderal. Y pues ni modo, de algo teníamos que comer”.
Como a los 19 años empezó a gustarle el cigarro. “Me fumaba uno en la mañanita y otro en la tarde. No te creas que fumaba mucho. Nada más eso”.
Y eso bastó. Luego de 20 años de inhalaciones, doña Lupita sintió a la altura del hombro derecho un piquete, “como si me metieran una aguja. Horrible”. Esa fue la primera señal de que algo andaba mal.
Sucedió cuando su familia viajaba en vacaciones. En ese tiempo su marido “se había agarrado un trabajito mejor en la ciudad, y teníamos ciertas comodidades”. Terminó el encanto vacacional. De regreso al hospital: el médico le diagnosticó un daño en la mitad de los pulmones.
Al mes de medicamentos comenzaron las flemas, luego el vómito con sangre. Por último, la hospitalización. Un año para que el dolor se fuera por completo. Ahora doña Lupita dice que se siente mejor, “más recuperada”. Eso no quita que durante el resto de su vida tendrá que respirar con ayuda de botes etiquetados con la palabra: OXíGENO.