A Nadia Gómez, la Güera
El terror es la memoria del futuro.
E. M. CIORAN
Hay una orfandad cuyo desamparo nos es conocida, nos alcanza a todos. En Funny games (Michel Haneke, 1997) hay mucho de ello. El filme retrata la violencia (sin sentido aparente, sin motivo de por medio) ejercida en contra de una familia burguesa (madre, padre e hijo), que incluso alcanza a su mascota. Dos tipos, vestidos como si fueran a disputar un torneo de golf, irrumpen en su casa de campo con el pretexto de pedir un par de huevos para el desayuno. La mujer se percata de que algo no anda bien, pero el marido no la consecuenta: el par de muchachos matan al perro y luego al hijo, y al padre le rompen una pierna. Mientras el filme avanza al espectador le va cayendo el veinte de que para la familia no hay salvación: nadie acudirá en su auxilio, nadie los librará de ese par de desequilibrados mentales; lo que más obsesiona es que no se percibe motivo ninguno para tal despliegue de fuerza y terror. Y esa orfandad (en que quedan el padre y la madre), subyacente a un ejercicio de la violencia bastante bien sugerido, es la marca indeleble de este filme, y cuyo desamparo nos alcanza a todos.
La película es una concatenación de hechos que, por un lado, exhiben placer y sadismo al lastimar y, por el otro, un terror que va anidando en las mentes de la familia. El asesinato, entonces, se vuelve fácil; es decir, el par de golfistas matan porque no tienen otra cosa que hacer, porque las posibilidades se les van agotando y no les queda (aunque buscan llegar a eso, es intencional) más que jalar del gatillo. “Ésa, por desgracia, es la auténtica naturaleza del mal: generalmente la vileza logra su cometido y, a veces, lo hace sólo porque sí, sin buscar recompensa alguna. Una mente retorcida siempre será más astuta que una con los cables bien conectados”, escribe a propósito León Krauze en “Por un cine sin escapatoria” (Letras Libres, diciembre 2003).
En el cuento “Blanco y rojo” (1897) de Bernardo Couto, el personaje, Alberto Castro, asesina a una mujer; al confesar el crimen dice: “Soy un enfermo, no lo niego, un enfermo, sí… un sediento de sensaciones nuevas. Cuando pienso en mi crimen, veo que necesariamente debía yo llegar a él”. El protagonista de El video de Benny (1992) hace otro tanto: mata a una mujer “para saber qué se siente”. Este fue el segundo filme en la ya larga trayectoria fílmica de Haneke, que se graduó en filosofía en la Universidad de Viena. El primero fue El séptimo continente (1989), y ya desde ahí se esbozaría el sello personal de su cine: un ahondamiento en el espíritu y debilidades humanas, cuyo horizonte a menudo se alcanza vía una violencia soterrada, y esporádicas veces con arranques y desenfrenos volcados hacia el exterior. En este primer largometraje, basado en un hecho real —una noticia de ésas que acalambran a cualquiera—, una familia compuesta por madre, padre e hija cortan toda comunicación con el mundo, finiquitan todos sus asuntos pendientes (la niña, con la escuela; el padre, de profesión ingeniero y la mujer, deja su trabajo en una óptica) y anuncian que viajarán a Australia. Lo que ocurre, sin embargo, es que se encierran en su casa y mueren, los tres, de inanición. “La población estaba cerrada con odio y con piedras. Cerrada completamente como sobre si sus puertas y ventanas se hubieran colocado lápidas enormes, sin dimensión de tan profundas, de tan gruesas, de tan de Dios”, de este modo comienza “Dios en la tierra”, aquel cuento de José Revueltas: y como aquel pueblo ante el paso de los cristeros, el rito suicida de esta familia apela al reconocimiento de los instintos, incluso de los contrainstintos, si es que puede llegarse a ese sitio. Haneke, con toques meticulosos, e higiénicos incluso, emprende así una disección de las emociones humanas llevada hasta su límite, hasta el último respiro: el estertor.
Si en Funny games no hay escapatoria posible para la familia burguesa al estar en manos de aquel par de tipos que los golpean a placer; en Los tiempos del lobo (2003), hacia el final de esa especie de apocalipsis desatado —aunque nunca formulado en sus causas, sólo visibles sus consecuencias—, sí llega la redención (cosa curiosa en Haneke): la última escena, apenas un indicio, presenta al tren que ha de llevar a esa comunidad de desahuciados a la ciudad mientras recorre la campiña francesa: se abriga entonces la sensación de que han logrado sobrevivir. Este filme tiene reminiscencias bíblicas: se alude a un grupo de 36 Justos, que habrán de salvar al país de la tragedia en la que están inmersos: “el sacrificio para dar seguridad a este mundo podrido”: desnudarse y tirarse al fuego.
En ese microcosmos en que se convierte esa abandonada estación de trenes se han impuesto reglas para mantener a sus miembros en una senda civilizada. ¿Comunidad civilizada? ¿Civilización? ¿Qué clase de comunidad —civilizada— tolera la convivencia del asesino con la familia de su víctima? Una comunidad, seguro, que vive al arbitrio, en el temor, en lo irracional, en el terror: en medio de un holocausto que requiere, para su salvación, “de los verdaderos campeones de la redención del mundo: los hermanos de fuego”. Si el lobo del hombre es el hombre mismo, como escribiera Hobbes, en este filme Haneke lleva de la mano a ese lobo a comerse a otro lobo (de nuevo, violencia soterrada), pero su apuesta tiene una salida, una epifanía, o, si se quiere, alcanza un estado utópico: en el que fuego es el principio y fin de todo, la purificación.
Cerebral, no emotivo
Con La cinta blanca (2009) y Amour (2012) Haneke se alzó con la Palma de Oro en el Festival de Cannes, y fue nombrado este año ganador del Premio Príncipe de Asturias de las Artes. “Le di una oportunidad a Dios de matarme”, dice Martin, un niño que aparece en La cinta blanca, después de trepar a la baranda de un puente y caminar de un extremo a otro. “Y como no lo hizo, entonces está complacido conmigo”, agrega. La película es un ejercicio desmesurado: Haneke sigue los avatares de más de una docena de personajes en un pueblo protestante austriaco, cuya organización política y social obedece a dos cabezas: el barón, a quien deben pleitesía y trabajar bajo sus órdenes, y el pastor protestante. La vida, en el exterior, transcurre plácida, pero a eso subyace un entramado de secretos, mentiras y crímenes y, por ende, una doble moral, una doble moral asesina: atar a un árbol y golpear a un niño con síndrome de down, colocar un alambre para que se desboque el caballo del médico cuando éste lo monta y la muerte en circunstancias misteriosas de una mujer campesina. A ese sobrio manejo de las situaciones y los personajes, conducidos a un final no resuelto pero no por ello exento de emociones, se debe a que Haneke sea llamado un “terrorista cerebral”, y porque, además —en palabras de Mauricio Montiel Figueiras—, ha construido un “corpus de insólito rigor estético y temático que, como se ha dicho, procura la adhesión no emotiva sino cerebral”.
En Amour (2012), su más reciente cinta, apuntala esa noción de violencia soterrada que dosifica en sus filmes; aunque, en una entrevista, negó que se le cuelgue la etiqueta de un “retratista de la violencia”. Si hay algo que pueda decirse con naturalidad sobre el cine de Haneke es que intenta llevar a la pantalla situaciones que se suscitan cualquier día, a cualquier hora, en la vida cotidiana. Es decir, hay violencia en su cine, sí, pero no se trata de ese esperpento que se construye para el consumo de las grandes masas, que apela a la sorpresa y el encandilamiento, sino que la teje con un delicado hilo que parte de su concepción propia de la vida: “Yo nunca he escrito una película para mostrar algo. Y menos ahora. Pero sí quería hablar de cómo te enfrentas a la enfermedad cuando envejeces, o cuando la sufre alguien de tu alrededor”, ha dicho el director a propósito de Amour.
En este filme se plantean los últimos días en la vida de una pareja aficionada a la música (este tópico en el cine de Haneke es casi inexplorado, porque más que soundtracks, sus filmes parten de la concepción de que los personajes pueden verse influidos psicológicamente con la música) que ven alterada su rutina porque ella padece una embolia: el desaliento en el que se ve sumido el viejo a partir de entonces, los cuidados cada vez más exigentes y sufribles que requiere la mujer, conducen al anciano a aplastar una almohada en su rostro hasta que ella ya no respira. En esa violencia soterrada están imbuidos los filmes de Haneke. De ese sutil límite entre el ahogo, el sacrificio, el perdón, lo irracional, la emoción, el error y la liberación.
Haneke también ha llevado a escena dos novelas difíciles y de autores consagrados: de Kafka, El castillo (1997) y La pianista (2001), de Elfriede Jelinek: “sendas adaptaciones fílmicas… que ahondan en los mecanismos del poder”, escribe Figueiras. En la segunda es posible apreciar una soberbia actuación de Isabelle Huppert en el personaje de Erika Kohut, y que le valió obtener el premio a Mejor Actuación Femenina en Cannes. En el cine de Haneke, más allá de adjetivos y renglones laudatorios, aplica aquello que escribiera Cioran: “Los desiertos son los parques de Dios. Desde siempre Dios pasea su cansancio por ellos, y en ellos nuestros atormentados espíritus se lamentan. La soledad es nuestro punto común con Él, pero también con el diablo” (El ocaso del pensamiento, 2000).