La manifestación de los taxistas del pasado martes 8 de marzo, fue un fiel reflejo de una cultura antiprogresista, conformista y mediocre. Su reacción es equiparable con el berrinche de un niño, que al verse superado en cualquier sentido por su adversario, opta por una conducta reprehensible donde a patadas suplica por atención al humillarse.
El sistema de taxis no se ha modificado en lo más mínimo desde hace más de 40 años, y ha desaprovechado la oportunidad de modernizarse ante un mercado más demandante, que desea seguridad en el transporte, quiere precios razonables, pero, sobre todo, transparentes y que se entusiasma con la integración de servicios que ofrece la tecnología.
Dormido en sus laureles y gozando de un monopolio absoluto, son violentamente sacudidos cuando una compañía mejor preparada, consciente de los intereses del mercado actual y capaz de proveerlos captura, con toda razón, a sus clientes previos.
Por lo tanto, la respuesta del sindicato de taxistas no será reducir costos, tampoco mejorar su imagen, ni brindar mayor servicio al cliente; lo harán al clásico estilo de agrupación (pseudo)política: acusarán a los otros (¿por ser mejores?), y su manifestación empeorará irónicamente aún más su indecorosa imagen.