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Anthony Swofford fue uno de los cerca de 500 mil soldados que el Tío Sam (personificado por George Bush padre) envió al medio oriente en 1991. Sí, aquella vez cuando el mundo creyó que la madre de todas las batallas patrocinada por Sadam Husein y su enemigo favorito (¿hace falta mencionarlo?) sería el principio del fin del mundo. Fueron meses de dimes y diretes, amenazas de ida y vuelta, mucho miedo y un tremendo show televisivo que, después de las bombas y disparos, dejó hasta un mal sabor de boca porque uno pensaba que el espectáculo de la guerra (siempre diferente, siempre igual) nos iba a entretener al menos unos pocos días más de los cinco que duró la embestida yanqui y sus pocos (y cómicos) aliados, quienes nos hicieron creer que el hijo pródigo de Tikrit era Satanás en persona dispuesto a acabar con todos, sea a través de sus armas químicas (que tenía pero nunca usó), con su experimentada y sádica Guardia Republicana (que huyeron por patas), con sus misiles Scud (que solo sufrieron un poco los israelíes, y eso que no vieron ni escucharon a Érica Vexler gritando a cámara y ante el semblante impávido de Zabludovsky: “Nuclear, Jacobo, nuclear”), o con su bombas atómicas que se decía y por mucho tiempo se dijo que tenía (ni antes ni ahora ni nunca las tuvo, pero vayan a cantarle a Georgie Boy). El caso es que Swofford, cual mcdonaliano a la deriva, termina entrando a los marines porque perdió el camino rumbo a la universidad. Y no entiende por qué hizo lo que hizo por más que tuviera talento para disparar con su rifle. Y sufre humillación tras humillación en el entrenamiento. Y pasa meses con su grupo ‘especial’ de francotiradores en el aburrido y desolado e hirviente desierto. Y después de que termina todo no entiende porqué pasó lo que nunca pasó aunque hayan pasado tantas cosas. Y regresa a su patria convertido en un héroe plástico sin saber qué hacer ni qué decir. Porque un marine no es nada sin su rifle y viceversa. Total, este jarhead (léase ‘cabeza de jarra’, es decir, cabeza vacía, como se llaman así mismos estos soldaditos que son un plomo) habría de hallar la solución a su adicción asesina escribiendo una crónica de sus días en Arabia Saudita-Kuwait-Irak. Obviamente, por su cabeza vacía nunca le pasó ni por asomo que años más tarde sus colegas regresarían para protagonizar la segunda parte de la Guerra del Golfo (¿se fueron en realidad en algún momento?) ni que un excelente y multipremiado director, Sam Mendes, filmaría el guión basado en su libro. Y que sería un polémico éxito.
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No quiero contarles más de lo que he contado sobre Jarhead (Soldado anónimo, Estados Unidos, 2005), no nada más porque deseo vayan y queden boquiabiertos de lo que verán y nunca imaginaron verían, sino porque con solo saber que es la tercera película del talentoso y original Mendes (Belleza americana, ¿recuerdan?) es más que suficiente para intuir que estamos hablando de un excelente trabajo, donde la ácida e incisiva crítica a la maquinaria de guerra, política e ideología estadunidense se deja sentir con absoluta sutileza y humor corrosivo. Nada de lo que pasa está de más y todos los diálogos, secuencias y personajes están logrados de manera fantástica, lejos muy lejos de cualquier lugar común peliculero. Supongo que el cabo Swofford también tiene crédito en todo esto, porque realmente las descripciones que hace de sus vivencias no son las que realizaría un jarhead común y corriente. Cabe destacar la actuación del protagonista Jake Gyllenhaal, que también protagoniza Brokeback Mountain, filme que ha levantado tanta admiración como polémica por el tema gay entre un par de cowboys –varios premios se le vienen encima–, así como la participación de Jamie Fox, ganador el año pasado del Óscar al Mejor actor por Ray y quien realmente da un gran realce a esta película que, debe decirse, brilla en todos los renglones, y el reparto en general no es una excepción. Sin duda, esta es una cinta sobre la guerra, sí, pero de mucho, harto, asaz más. Es, en resumen, un pequeño pero ilustrativo retrato fílmico de una nación que pasó de la barbarie a la decadencia sin pasar antes por la etapa de civilización. Pero no se confundan o se vayan con la finta: Jarhead no es Apocalipsis Now, ni Plantoon, ni Full Metal Jacket. Jarhead es absolutamente Jarhead.
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Y porque las guerras son tan diferentes como iguales, ahora le contaré un poco de El Lobo (España, 2005), otra cinta, otra guerra, otra de esas locuras que, como la anterior, parece que nunca tendrán fin. Y si lo tienen, habrá que esperar la inminente segunda, tercera y a ver cuántas partes. El asunto es que gracias a la Muestra internacional de cine que se proyecta en el Cineforo, me enteré de un personaje histórico, “El Lobo”, alias de Mikel Lejarza, un joven vasco desesperado porque las cosas no le salen muy bien y en lo económico peor, por lo cual el gobierno de Franco, allá por 1973, lo utiliza y manipula para que se infiltre en la organización del grupo separatista ETA con el objetivo de desarticular a este movimiento que, más allá de sus métodos terroristas, buscaba y sigue buscando (y seguirá haciéndolo) la separación de la nación española, pues indudablemente Euskadi (País Vasco, en vasco) es un pueblo con cultura e identidad propias. Por eso ETA inicia una guerra, otro tipo de guerra, primero contra el moribundo régimen franquista, y lo ha seguido haciendo hasta nuestros días y con cada uno de los gobiernos que en todos estos años ha habido. Así, Eduardo Noriega (Abre lo ojos) se mete en la piel de ese títere (en la película tiene el nombre de Txemas Laygorri) utilizado por la siniestra inteligencia de un dictadura en decadencia y que da los últimos y desesperados coletazos contra quienes no están de acuerdo con él. Una película basada en hechos reales, un thriller político y hasta cierto punto psicológico, donde descubrimos el porqué este hombre, sin experiencia alguna como espía, logra introducirse hasta la médula de los comandos principales y más peligrosos de ETA, hasta lograr el mayor golpe contra este grupo armado hasta la fecha, cuando logró la captura de más de 150 miembros, mientras el Generalísimo veía cómo la vida se le iba. Una película sin duda de brillante manufactura, en la que no sabes si ponerte del lado de los buenos o de los malos (pero yo me pregunto, ¿quiénes son quiénes?) y cuya tensión narrativa no te suelta desde que inicia hasta que termina.
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El Lobo, escrita por Antonio Onetti y dirigida por el vasco-francés Miguel Courtois, da vida a un pedazo de la historia española moderna, entre 1973 y 1975, y congrega a un numeroso grupo de talentosos actores y, además del protagónico, podemos mencionar la destacada participación de Jorge Sanz (Asier, el ideólogo del movimiento quien no está de acuerdo con lo métodos sanguinarios sino con la lucha política y de ideas), Mélanie Doutey (Amaia, una mujer con mucho resentimiento y que está dispuesta a hacer lo que sea por ETA), Patrick Bruel (excelente y conocido actor francés, quien interpreta al miembro más violento y radical de la banda) y Jorge Fernández (comandante Palacios, creador de la “Operación Lobo”). En lo que a mí respecta, me ha encantado el resultado cinematográfico de una historia verídica, de un cuento de la vida real que da para la crítica, la polémica y la reflexión. Yo, que tengo dos apellidos vascos, sé que Vasconia es un pueblo admirable que, amén y más allá de ETA, se merece un trato diferente del gobierno español de ayer, hoy y mañana. No es el único pueblo que no se siente español (si no, pregúntenle a los catalanes) aunque gracias a los etarras, son los más vilipendiados y más mal vistos por el mundo. Es un tema complicado, difícil, del que aún oiremos durante mucho tiempo. Ver esta película te pone dentro del contexto histórico. Y más allá de todo, es evidente que la sangre que se paga con sangre solo producirá más sangre. Si no, pregúntenle a Jorge Matorral –léase George Bush– y su política contra Al Qaeda e Irak (entre otros). No, si aquello del mito o alegoría de Frankenstein tiene muchas aristas. Pero el monstruo vengativo es el mismo.