Billie Holiday con su deliciosa voz que me parece un cadencioso ronroneo, cantaba Blue Moon, una composición que se convertiría en estándar de jazz y que fue escrita en los años treinta. Esta pieza es la que bien escogió Woody Allen para definir a la protagonista de su reciente película, Blue Jasmine (2013). Una historia de comedia y drama en la que una mujer socialité se ve obligada a dejar todo el lujo de su vida cuando su esposo es arrestado por fraude financiero, y termina viviendo con su hermana, una pobretona empleada de una tienda de autoservicio que, al lado de su novio e hijos, lejos están de la sofisticación que le rodeaba, y que añora porque sin su dinero ha pasado a ser nada. Dice la vieja canción: “Blue Moon/ You saw me standing alone/ Without a dream in my heart/ Without a love on my own”.
Según dijo Allen a la BBC, la idea de crear esta cinta le vino a la cabeza cuando en una ocasión en que comía con su esposa, ésta le contaba sobre una mujer rica que estaba en los altos círculos sociales en Nueva York, y que de pronto todo su mundo se había ido a un hoyo. Al comprender lo “traumatizante” que ello pudo ser, decidió hacer una historia que fuera “interesante”. Y ésta retomaba un hecho real, pues en 2008 Bernard Madoff, quien tenía una empresa de inversión, fue encarcelado al acusársele de un fraude que abarcó la escandalosa cantidad de 50 mil millones de dólares, según sus propios cálculos; aunque en la sentencia se habló de una cifra más grande, y que ha sido considerada la mayor estafa piramidal en Estados Unidos, en la que Madoff atraía a sus clientes prometiéndoles grandes beneficios.
A la fecha, este defraudador —cariñosamente conocido como Bernie— paga por sus devaneos financieros una condena de 150 años, que por más que puedan reducirse no le serviría de mucho a sus 75 años. Mientras tanto, los jaloneos legales para tratar de resarcir los daños económicos causados han seguido, poniendo a la vista a algún involucrado que si no participaba directamente, se hacía de la vista gorda. Aparentemente Madoff no está muy arrepentido de ello, aun cuando el conflicto arrastró a sus hijos —quienes lo denunciaron—, hasta el punto en que uno de ellos se suicidó, un par de años más tarde del arresto de su padre.
Teniendo todos los elementos necesarios que pudieran haber resultado en una atractiva película de suspenso e intriga, Allen los hizo a un lado para crear a cambio una gran obra —con un presupuesto austero como suele ser su costumbre, de tan sólo 18 millones de dólares— que se centra en un protagonista femenino derrumbado e indefenso ante su cotidiana humanidad, y que le viene tan a modo al director norteamericano que tantas veces se puso a sí mismo como víctima patética y hasta ridícula de su inevitable destino.
Por supuesto que aparece alguien como Madoff (interpretado por Alec Baldwin), de quien Woody Allen se encarga de que sea él quien aquí se suicide —no sé si porque muchos de los defraudados eran de la comunidad judía—, pero apenas se le contempla bosquejado en los recuerdos de su esposa, Jasmine (Cate Blanchett), que sirven para armar el rompecabezas de su desgracia, y que en gran medida son detonados por los engaños amorosos de su marido, a quien le pudo permitir velada y convenientemente todo, menos ese tipo de corrupción.
Lo que realmente trasciende en este filme es el gran personaje de una mujer abatida por la ruptura de su glamorosa pero, a fin de cuentas, doméstica vida. Y ello gracias a la magnífica actuación de Blanchett, que reviste de crescendos y diminuendos a este carácter, con los significativos detalles que la llevan a pasar de una perturbada a una mujer refinada, y además pretenciosa, aun cuando ya no posea un solo centavo. Lo que se ve es a una alcohólica y adicta a los calmantes, temblorosa y neurótica que ratos habla sola, que tiene que refugiarse con la cola entre las patas en la casa de la hermana a la que siempre consideró tan poca cosa para su nivel, pero que es más feliz en comparación a ella; que ahora tiene que trabajar como recepcionista, que trata de aferrarse a toda costa, a base de mentiras, a alguien que la regrese a su antigua vida, queriendo justificar que aquello era más que oropel, pues ahí estaban las obras de caridad para los pobres que se contentan con tan poco, o esos cocteles para exposiciones artísticas en las que sólo importa ser visto entre los influyentes, y las grandes mansiones y las caras posesiones que no son sino el sinónimo del buen gusto que pocos tienen, todo en medio de una cínica lisonja. Pero sin dinero, su presencia delata la sinsustancia.