A cada pandemia, sus demonios

Aunque la influenza española de 1918 hizo estragos en todo el país, no fue lo mismo en la ciudades, donde los muertos se enterraban rápido, si eran pobres, o disfrazados con solemnes ceremonias, si eran ricos, que en los pueblos, en los que, según un testimonio de la época, la tragedia tomaba lineamientos dantescos

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Indalecio Ramírez Ascencio, “Socio Correspondiente de la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística”, en su libro Antecedentes históricos de Arandas, Jalisco (Guadalajara, 1967), se aproxima al ánimo de las personas informadas con respecto a la influenza española de 1918, al referirse al personaje que en 1922-23 fue gobernador interino de Jalisco: Antonio Valadez Ramírez.

Dejo que “corra” la cita para no demeritarla si la paso por el tamiz o el embudo de un interpretador:

“Octubre 10. Empieza la terrible epidemia de la gripa hemorrágica, llamada ‘Influencia Española’ que asoló la región, dándose casos en que perecieran familias completas […]

“Profundamente conmovido, nos escribía después el diputado federal Antonio Valadez Ramírez: ‘Hoy me han dado una lista de desaparecidos en esa que me ha dejado pensativo. ¡Cómo a veces la fatalidad se carga sobre pueblos laboriosos y buenos como el nuestro!… Porque yo entiendo que nuestra tierra ha sido la más azotada del Estado. Sí, para que hayan muerto tantos amigos y conocidos, tantos a quienes apreciamos y tratamos en la flor de la existencia y de las ilusiones, es indudable que entre la gente humilde habrán perecido por centenares…

“‘Aquí también la peste hace estragos. Han muerto varios diputados y están enfermos cuarenta. Pero aquí la máscara de Arlequín del progreso y del fausto encubre el gesto espantoso de tragedia que se marca en la miseria y la pobreza. Si los pobres mueren, ‘el entierro rápido’ se encarga de esconder con un poco de tierra el espectáculo que en los pueblos conturba y entristece. Si son los ricos, millares y millares de flores moradas y blancas, con la blancura de los rostros que reciben el ósculo de lo desconocido, el hálito del misterio, encubren el dolor y sirven el atractivo espectáculo de la última vanidad.

“‘En los pueblos no. Allí el dolor y la miseria, cuando se abaten lúgubres y dolorosos, toman los lineamientos de lo dantesco […]”

De manera lacónica, José de Jesús Ortega Martín, en San Miguel el Alto, Jalisco, día a día en la revolución (1908-1918), libro de 2010, sólo afirma: “Octubre. A finales de este mes tomó grandes proporciones en este lugar la Pandemia de la Influenza Española (Archivo Histórico de San Miguel el Alto)”. Es evidente su pertenencia a una generación lejana al suceso mencionado. También que no logró ir más allá de la efeméride. No supo dimensionar la tragedia de un pueblo.

Mario Ramírez Rancaño, miembro del Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM, en su recomendable ensayo “La influenza española en México: 1918”, publicado originalmente en 20/10 Memoria de las revoluciones en México, número 2, septiembre-noviembre de 2008, y subido al ciberespacio y actualizado en junio de 2020, da las cifras de 21 mil muertos en Jalisco, y 12 mil para el Distrito Federal. Para el país, de 436 mil 200, cuando la población total aproximada era de unos 15.3 millones.

¿Por qué la diferencia entre Jalisco y la capital del país? Porque la ciudad capital fue presionada a sujetarse a más controles de sanitización y no asistencia a peregrinaciones, actos litúrgicos, encuentros deportivos, cantinas, salones de baile, restaurantes… Hubo un más exigente confinamiento.

Los abuelos, bisabuelos y algún tatarabuelo que ya rebasaba los cien años en los setenta del siglo XX, referían lo que presenciaron y oyeron en esta fracción de los Altos: los difuntos eran llevados al panteón en carretas arrastradas por caballos, mulas o asnos. El ritual común fue trasladarlos en hombros y con lentitud. En condiciones de emergencia rociaban los cadáveres con kilos de cal, para una vez en el cementerio, proceder a enterrarlos lo más pronto posible. A muchos de nula solvencia monetaria los cobijó la fosa común.

Aquellos testigos no contradicen la versión del diputado Valadez Ramírez, ya que las personas de más recursos enterraban a sus parientes con la solemnidad de un ataúd de madera, que hoy tendríamos como de mediana calidad: sin adornos y ennegrecido con tinturas para denotar luto. No eran situaciones para lujos excesivos frente a la escasez de ataúdes “presentables”. Además, aquel muerto les significaba una fuente de contagio.

¿Quiénes fueron los receptores de “millares y millares de flores moradas y blancas”? Tal vez los cadáveres “felices” de los ricos del Distrito Federal o Guadalajara, urbes en que se movía el político citado.

Refieren los testigos comunes y sobrevivientes de la pandemia de 1918, que las calles y lugares públicos cerrados recibían la desinfección con agua y creolina. Los particulares imitaban el procedimiento para “espantar la pandemia”. La cal estuvo “de moda” y era barata. Otra forma fue orar a las puertas de los templos cerrados.

En fin, cada pandemia tiene o tuvo su color y características, sus demonios y mitos, cifras reales y supuestas. La de 1918 no fue de negadores: para todos el virus existió. No provino de España, aunque la hayan denominado “española”. Muchos coincidieron en que vestía el traje de las barras y las estrellas.

¡Pobre de aquel México, tan cerca de Estados Unidos y tan lejos de la vacuna!

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