Uno de los aspectos en los que poco nos entendemos los que nos dedicamos a la filosofía es en tener una definición convincente acerca de qué es la filosofía. El anterior desacuerdo pareciera formar parte de la misma naturaleza de la disciplina y de los que se ocupan de su estudio. Sobre esta actitud inconforme de los filósofos, el matemático Titchmarsh afirmaba: “Se ha dicho que los matemáticos se sienten felices cuando están de acuerdo y los filósofos sólo cuando están en desacuerdo”.
Sin el afán de terminar con la disputa o exponer alguna propuesta totalmente original, me permitiré presentar un criterio que sirva como punto de partida si no para definir a la filosofía, sí, al menos, para saber lo que hacen los filósofos: “La filosofía es una disciplina de pensamiento que analiza creencias”.
De entrada esta definición me parece conveniente porque nos permite hacer una distinción de otras manifestaciones del intelecto que proponen algún tipo de conocimiento y, al mismo tiempo, nos permite comprender la manera en que la reflexión filosófica ha extendido sus retos como nunca antes en la historia de la humanidad. Es decir, a mayor número de creencias, mayor objeto de reflexión filosófica.
Las creencias podemos comprenderlas como el conjunto de ideas con las cuales orientamos nuestra vida; en este sentido alguien vota por un candidato, porque tiene la creencia de que será la mejor opción; otro compra un automóvil, porque considera que llenará mejor sus expectativas de movilidad; algunos deciden vacunar a sus hijos porque creen que con este tratamiento tendrán una expectativa de vida más saludable, etcétera. Así pues, sobre un conjunto amplio de creencias los humanos hacemos nuestras vidas.
De manera similar, otras manifestaciones intelectuales que tienen como objeto la postulación de conocimientos, apoyan sus resultados y acciones sobre un conjunto de creencias. En este sentido, los cristianos bautizan a sus hijos porque creen que este es un medio para la salvación de sus almas, un médico realiza una operación cuando cree que los síntomas de su paciente son los de una apendicitis o un físico calcula la movilidad de un cuerpo ya que cree que las forón en que se apoya son correctas.
Con base en las creencias hacemos nuestra vida y nuestras actividades profesionales. Sin embargo, no siempre nos ocupamos de analizar la veracidad, la validez o el soporte racional de dichas orientaciones. Con frecuencia, incluso, parece que algunos prefieren abstenerse de cuestionar lo establecido, porque un resultado casi seguro implicaría pasar del terreno de las certezas al de la incertidumbre, y siempre es más cómodo el primer estadio.
Imaginemos que un feligrés, antes de llevar a bautizar a su hijo cuestionara la creencia que se tiene sobre la existencia del alma, la noción de pecado original y o la envestidura sagrada de los ministros; creo que un resultado casi seguro sería olvidarse de los compadres y suspender la tamaliza. De manera similar imaginemos a un estudiante que antes de su examen de matemáticas pone en tela de juicio la certeza de los axiomas y la validez de las fórmulas; si es fiel a sus dudas, la consecuencia inevitable sería no responder el examen y por ende reprobar.
Por lo dicho, vemos que la actitud más común y cómoda del feligrés o del estudiante es evitar la duda y aceptar el estado de creencias como están. Por analogía, la actitud más cómoda del político es aplaudir sin cuestionar las decisiones de su líder moral; del científico, no cuestionar el paradigma reinante; de la novia, no dudar de la fidelidad de su amado, y del empleado, no discutir el mandato del jefe.
La filosofía se ha convertido en la incomoda astilla de la cultura al mostrarnos que cabe la posibilidad de que el conjunto de creencias sobre las que apoyamos nuestras actitudes, decisiones y acciones, pudiera carecer de una base sólida. Y no es para menos; imaginemos que alguien estructura un proyecto educativo que partiera del supuesto de que “la educación debe favorecer el desarrollo de competencias para la vida”, pero luego el filósofo afirma y prueba que el concepto de competencias es ambiguo o que resulta imposible saber qué es lo que a una u otra persona le resulta útil en su vida. Pues la respuesta más obvia sería: o cerrar los oídos ante los cuestionamientos del filósofo o evitar que el filósofo meta las manos en estos “monumentales proyectos del desarrollo nacional”. El ejemplo vale para los “estupendos” proyectos educativos, pero sus efectos no son muy diferentes en moral, religión, ciencia, tecnología o política.
El análisis crítico de las creencias, paradójicamente y a pesar de sus naturales incomodidades, resulta un recurso insustituible para impulsar un mejor estado en el saber y la convivencia social. Sólo una actitud crítica ante las creencias de la industrialización promoverá el remedio a sus efectos negativos sobre el planeta; solamente una actitud crítica ante el saber establecido en la ciencia, podrá impulsar el desarrollo de un mejor conocimiento de la realidad; solamente un cuestionamiento tenaz de nuestro sistema democrático logrará ayudarnos a alcanzar un mejor sistema democrático y solo una crítica permanente a los detractores de las irreverencias de los filósofos, conseguirá ayudarnos a reconocer que una sociedad, basada en piedras sapienciales, tiene como destino formar cimientos, pero nunca viviendas.