Hemos sido destruidos. Amaneció y ya no estábamos. Por ningún lado pudimos ser encontrados. Los campos eran una superficie desolada. Las ciudades, habitadas por el gris de sus murallas, sin nadie para oler, mirar, tocar o sentir el vacío y el silencio que dejó la destrucción. Nadie consumiendo nada en los centros comerciales. Nadie lanzando bombas al país vecino. Nadie discutiendo sobre la nueva forma de explotar los indispensables recursos energéticos. Nadie masacrando la fauna, los ríos ni mesetas con residuos mortíferos. Nadie extinguiendo a otras razas. Nadie conmoviéndose con la vestidura de la decadencia. Ni rastro de la humanidad. Es el fin.
Ya me lo había advertido un amigo: “gí¼ey, el mundo tiene una tendencia hacia la derecha, el mundo se va acabar”. Escuché frases como esa en canciones, en español, inglés, francés, que me lo anticiparon. “El mundo se va acabar, si algún día te has de morir te debes apresurar”, “It’s the end of the world as we know it –and i feel fine–”. “This is the end, my only friend”. ¡Vamos! Lo vi en cientos de películas. Habíamos sido derrotados por invasores intergalácticos en El día de la independencia y La guerra de los mundos, corrompidos por epidemias en Exterminio, nos habíamos congelado bajo toneladas de hielo en El día después de mañana, fuimos violentados por máquinas inteligentes en Terminator, incluso la propia naturaleza nos mostró sus colmillos desde la época del blanco y negro con ejércitos de hormigas, abejas, aves, etcétera. Es más, hasta Al Gore nos asustó con su versión del cambio climático en Una verdad incómoda, un documental que cuestionaba la sistemática agresión al medio ambiente del imperio industrial.
Era mejor así, que mi guerra interior encontrara resonancia en este sucio planeta y acabara con todos, hasta conmigo mismo. Por qué no. Qué bueno que todo reventó. Un suicidio colectivo, como en la película que exhiben ahora las salas de cine –hasta en tres salas del Centro Magno–: El fin de los tiempos, que se promociona en la ciudad de Guadalajara con un cartel publicitario que revela a la estatua de la Minerva entre coches abandonados bajo un cielo turbio; en la ciudad de México el mismo rótulo exhibe al íngel de la independencia y en Monterrey aparece el Cerro de la silla al final de una carretera en mitad del desierto norteño. El fin esta aquí, es el mensaje.
El ser humano tiene una tendencia a la destrucción, desde tiempos remotos dialoga con el fin inminente. Trabajamos y soñamos nuestra autodestrucción, recién lo leí en un artículo de la revista Letras Libres, escrito por Lorenzo Rosenzweig: “Si las presentes tendencias continúan como van, para el año 2050 necesitaremos el equivalente de dos planetas Tierra para cubrir nuestras necesidades”. Lo profetizó un científico, el premio Nóbel de química 1995, Paul Crutzen: dejamos atrás el periodo Holoceno, y vivimos el Antropoceno, es decir, “la era del hombre”.
Y aún somos como los primitivos, seres capaces de convertirnos en distintas formas de la naturaleza, aunque ahora con potentes magnitudes destructivas: “hemos adquirido tal poder sobre nuestro entorno físico que nosotros mismos nos hemos convertido en una fuerza geológica y climatológica, al transformar treinta y cinco por ciento la superficie de la Tierra y consumir las reservas fósiles de energía acumuladas durante cientos de millones de años en sólo un par de siglos”, redondea Rosenzweig.
El fin está en la literatura, las caricaturas, el cine, la religión. El fin está en la creación. Lo dijo Claude Bernard: “La vida es la muerte, porque la vida es combustión, y la combustión es la muerte. La vida es un Minotauro que devora al organismo”. La muerte es la repetición cíclica de la vida. Cuando le preguntaron al célebre monje tibetano Khyentse Rimpoché, qué le ocurre a la conciencia de una persona suicida, respondió: “Cuando alguien se suicida, la conciencia no tiene más remedio que seguir su karma negativo”. Y en ese sentido, si la humanidad tiene esta alocada tendencia suicida, la destrucción y la creación tendrán una eterna danza circular, como el ying yang de las escuelas orientales. Hay un proverbio nahua en el Códice Florentino: “Otra vez será así, otra vez así estarán las cosas, en algún tiempo, en algún lugar… ellos, los que ahora viven, otra vez vivirán, serán”.
Y es patética. La idea del fin. No hay esperanza en la visión de los agentes destructores del planeta. Está incluso inserta en las religiones y los políticos, quienes encarnan a los trompetistas del juicio final. “Tanto Bush como el presidente de Irán, Mahmud Ahmadineyad, creen en la llegada salvadora del fin del mundo, y eso es aterrador”, cuenta Antonio Muñoz Molina, un escritor español residente de Nueva York.
El imperio que dirige a las marionetas de Hollywood no para de destruir a la humanidad una y otra vez. “Han forzado tanto la máquina del miedo que escritores, cineastas y artistas han desarrollado una obsesión por el nihilismo y la destrucción física y moral en sus personajes que quedan patentes en sus obras. La religión y el fanatismo son temas centrales”, redactó recientemente Jesús Ruiz Mantilla para el periódico El País.
El fin del mundo es ahora. Lo vi cuando un hombre obeso, con las dimensiones espaciales de una pareja prototipo, logró colocar su trasero sobre dos asientos del cine instalado dentro de Centro Magno, para disfrutar los suicidios colectivos en El fin de los tiempos con una inmensa canasta de palomitas y dos refrescos que paladeó sin compartir con nadie, sólo a su corazón, que recibirá en un futuro el asalto de miles de calorías asesinas.