Me deleito en lo que temo.
Shirley Jackson
¿Qué define al horror como género? El horror mismo. Sólo aquellas obras que nos producen angustia, perturbación, miedo —o, cuando menos, que están encaminadas a hacerlo— pueden ser catalogadas como terroríficas.
No basta que una obra contenga fantasmas, demonios o monstruos para ser un cuento de horror. El Fantasma de Canterville, Pedro Páramo, serían denominados terroríficos si bastase con ello.
La atmósfera, y ninguna otra cosa, es lo que define al horror; por eso obras como El Golem, de Gustav Meyrink, El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad, La letra escarlata de Hawthorne, y El primer loco, de Rosalía de Castro, son novelas terroríficas, aun cuando jamás nos muestran a un ente diabólico como participante directo de la trama.
Hay quienes preguntan para qué leer horror, habiendo tantos horrores en la vida real.
Pues si no los hubiera, tal vez tampoco leeríamos ni escribiríamos al respecto. Por muy fantásticos que parezcan, los horrores ficticios sirven para que proyectemos en ellos nuestros auténticos miedos y los exploremos directamente, sin adornos externos.
El horror crea una situación fantástica que permite ir hasta el fondo del asunto, hasta las emociones implicadas y explorarlas a placer. Un buen ejemplo lo da Lisa Tuttle:
«Lo que me interesa queda en la zona de los sueños y del subconsciente. Creo que la fantasía y la literatura no realista, tanto si contienen tu terror como si no, son una forma de tratar directamente ese tema. En vez de hacer que mis personajes examinen el derrumbe de sus relaciones a lo largo de treinta y tres páginas, prefiero dramatizar ese derrumbe haciendo que la mujer sea una extraña criatura mitad serpiente llegada del más allá. Prefiero exagerar el conflicto y explorarlo igual que hacen los cuentos de hadas. En vez de limitarme a decir que los hombres se parecen a las mujeres, prefiero escribir un relato donde el hombre o la mujer sean un monstruo y decir que no pertenecen a la misma especie».
Se trata de un proceso análogo al de la caricatura. Una ilustración realista puede retratar a un individuo único, pero mientras menos específico, o más elemental, es el dibujo, mayor es el número de personas que podrían semejarse a él; y el típico círculo con dos puntos y una raya como ojos y boca es un rostro virtualmente universal.
Por eso todo mundo disfruta de las tiras cómicas de los periódicos; mientras más elementales los trazos, más puede todo mundo identificar —e identificarse con— el personaje representado. Así sucede con la ficción de horror. En cierto sentido, es una caricatura escrita de la realidad. El caricaturista hábil puede capturar las emociones deseadas con un par de trazos, y transmitirlas directamente al público.
El escritor de horror, en cambio, tiene que poner mucho esfuerzo en crear una “realidad” literaria tan sólida como la de cualquier obra realista, pues la facilidad de transmisión de mensajes de un medio visual como lo es el dibujo no existe en la escritura; aun así, el mundo creado por el escritor, por muy sofisticado y perfecto que sea, es análogo a la caricatura en el sentido de que se trata de un medio más propicio para internarse en el ámbito de las emociones por haber sido conformado, aunque sea inconscientemente, con tales fines.