Solamente una vez vi, en la ciudad de Nueva York, a un hombre emulando a la estatua de la Libertad; bajaba directo del Times Square por la Séptima Avenida con el cuerpo cobrizo simidesnudo, apenas cubierto por un breve calzón de playa y un brasier; caminaba como un símbolo: en su cabeza estaba una (falsa) corona de siete puntas y calzaba chancletas; en lugar de las tabletas de declaración de libertad de los Estados Unidos en su brazo derecho pendían unas bolsas de plástico y un ejemplar de The New York Times; en el izquierdo había un reloj de pulso que marcaba las cinco y media de la tarde.
El sol iluminaba el delgado y garrudo cuerpo del hombre. Saludaba a la multitud que ya se acercaba desde el sur a la intersección de ese punto geográfico y reanimaba otra vez la ciudad, siempre en movimiento. En cierto instante, como pude, le tomé una foto y vinieron a mí miles de imágenes de la Manhattan que había visto, leído y escuchado durante más de treinta años. Y es que parece que adentrarse en las avenidas de Nueva York presupone entrar a una metrópoli sinuosa, oscura y desconocida, pero no lo es del todo. Al mirar a la estatua viviente lo supe. Nueva York es una de las ciudades más visibles y recordadas: la hemos visto en los cómics y los filmes; en los libros de pintura, arquitectura y fotografía; la hemos sentido en la música; visto en la televisión, leído en los periódicos, pero sobre todo —al menos yo— la recordamos por algunas obras literarias. Entre ellas, La trilogía de Nueva York.
Al ver perderse al hombre-símbolo entre la multitud esa tarde, además de las imágenes evocadas por la novela de Paul Auster, traje a mi memoria “Cuando Karl Rosmann —muchacho de diecisiete años de edad a quien sus pobres padres enviaban a América porque lo había seducido una sirvienta que luego tuvo de él un hijo— entraba en el puerto de Nueva York, a bordo de ese vapor que ya había aminorado su marcha, vio de pronto la estatua de la Libertad”, que Franz Kafka dispuso en el primer capítulo de América; los verso del Poeta en Nueva York de Federico García Lorca; algunos pasajes de Manhattan Transfer de John Dos Passos; los primeros párrafos de Desayuno en Tiffany’s de Truman Capote; las descripciones en los diarios de América día a día de Simone de Beauvoir; la historia entera de la ciudad en Nueva York de Paul Monrad…
Ese hombre desnudo en plena Séptima Avenida, al igual que los personajes de La trilogía de Nueva York de Auster —Peter Stillman, Henry Dark y Daniel Quinn—, más que seres concretos de carne y hueso son la eterna búsqueda de una identidad. Y en eso basa sus argumentos el narrador, pero también en la interrogante “¿Quién es?” Intentar, entonces, responder sobre la identidad desde el género policiaco hace que la “Ciudad de cristal”, “Fantasmas” y “La habitación cerrada” se conviertan en una profunda interrogante del detective Daniel Quinn, que lo lleva y a nosotros con él, a una pregunta metafísica: ¿dónde la locura, el sinsentido, se acercan al delirio?
En el universo urbano de Nueva York es casi imposible saber quienes somos. Interpelarnos en plena Séptima Avenida, rodeados de una multitud, resulta infructuoso. Hay, pues, miles de identidades de cada uno de nosotros, y como en la Trilogía se nos ofrecen —seductores— múltiples espejos: nos reflejan y no nos reflejan. Como los personajes de La trilogía de Nueva York somos solamente símbolos. Y lo que veremos —como sucede cuando leemos la novela—, es —y será— un recuerdo de nosotros mismos: nadie concreto.
Cuando examinamos las historias de Paul Auster siempre debemos preguntarnos quién demonios es él, y de cuál Nueva York habla, porque tal vez la suya sea una creación de su propio delirio. Auster, en todo caso, es un Quijote perdido en la inmensa Manhattan. Sería una sorpresa encontrarlo en alguna de sus avenidas como lo fue encontrar al hombre-estatua en Times Square: el único punto claro de la Gran Manzana.
¿Paul Auster es, en todo caso, ese joven eternamente de diecisiete años, Karl Rosmann, que llega en un barco de vapor para crear la ciudad e inventarse?
La Nueva York de Auster es un símbolo espiritual.