Sobre el narco se ha escrito mucho. Desde hace décadas, corridos resuenan en cantinas, estéreos y en el éter con las hazañas de pistoleros y capos, como notas periodísticas y ensayos académicos llenan páginas y libros en pos de analizar este multifacético fenómeno que penetró ya en todos los sectores de la sociedad mexicana. Impregnando todo.
Y por supuesto la narrativa, aun si con un poco de retraso y con más moderación, no podía faltar al banquete de tópicos e inspiraciones que tal fuente puede ofrecer al escribiente. Por esto en los últimos años varios escritores han dedicado sus novelas a esta temática, centrándolas en México, en particular en el Norte, y en personajes de los cárteles que operan en el país.
Esta producción literaria tal vez no ha llegado aún a conformar un subgénero en el sentido pleno de la palabra, pero seguramente está generando una prosa que apunta al narco, y a narrarlo desde diferentes perspectivas y géneros: desde las novelas negras como A wevo padrino, de Mario González Suárez, o policiacas como El amante de Janis Joplin de Élmer Mendoza, a historias entre lo macabro y el melodrama como Trabajos del reino y La fiesta en la madriguera de Yuri Herrera y Juan Pablo Villalobos, respectivamente.
Si por una parte los géneros son variados, lo que caracteriza y acomuna a estas novelas es el estilo picaresco y un uso copioso del argot popular mexicano, y en particular de la jerga propia al mundo del narcotráfico. La sierra y la costa de Sinaloa, la frontera, mansiones lujosas y ultra vigiladas, son los escenarios en que esos autores desarrollan historias de pequeños contrabandistas o grandes capos, recuperando imágenes y personajes del folclor mexicano.
Pero también hay otros escritores que abordan la temática de una forma diferente, como por ejemplo Federico Campbell y el español Arturo Pérez Reverte, que se mueven entre la ficción y la crónica periodística. En Máscara Negra, el tijuanense a través de un mosaico de textos, a veces en forma de ensayo, sobre la administración de justicia, el crimen, asesinatos de periodistas y la cultura mafiosa, presenta una reflexión sobre el poder policiaco y político, la legitimidad y la inexistencia del Estado.
Por su parte, el novelista ibérico hace amplio uso de los recursos de la narrativa mezclándolos con una supuesta investigación periodística, para construir la historia de una joven sinaloense, Teresa Mendoza Chávez, que desde novia de un contrabandista de Culiacán, llega, después de una serie de rocambolescas peripecias, a controlar el tráfico de hachís y cocaína en el estrecho de Gibraltar y su distribución en buena parte de Europa.
La experiencia veinteñal de Pérez Reverte como periodista trasluce en la novela La reina del Sur, rica en referencias a lugares de Culiacán, Melilla, de la Costa del Sol, y por la introducción de hechos de crónica y personajes reales, con nombre y apellido, conocidos a lo largo de su extensa trayectoria profesional. Pero además la misma trama de la novela corre en vilo entre la narrativa y el periodismo, tanto que resulta difícil entender si la historia es verdadera y si existió o no “la Mejicana”.
Narcoficción
En cambio la ficción resalta en particular en las novelas de dos jóvenes —por lo menos literariamente— escritores mexicanos. En Trabajos del reino, la mansión de un narcotraficante, ubicada en una ciudad fronteriza que bien podría ser Tijuana o Ciudad Juárez, es el teatro en que Yuri Herrera mueve con sutiles hilos una serie de personajes, en una pantomima de la vida cotidiana al interior de un supuesto cártel.
Ejecuciones, intrigas políticas, traiciones, corrupción y guerra por el control del territorio, se deslizan suavemente a través de la actuación de hipotéticos personajes, como El Rey, El Heredero, La Bruja, El Periodista, El Traidor, El Gerente, cuyas historias son narradas por El Artista, autor de corridos de arrabales que termina enamorándose de La Desconocida, hijastra del capo, para crear una improbable relación de amor que se desenvuelve paralela a los hechos violentos tejidos en la trama del libro.
De la misma manera, la vida de otro capo es descrita a través de la mirada inocente de su singular y mimado hijo, en la novela Fiesta en la madriguera, del tapatío Juan Pablo Villalobos. También en este caso el palacio del narcotraficante, en el que viven prácticamente aislados por miedo a venganzas o arreglos de cuentas, es el centro de la narración en que se mueven matones, sicarios, prostitutas, dealers, sirvientas y políticos corruptos.
Sin embargo, las extravagancias del niño, como sus pasiones por los samuráis, los sombreros y los animales exóticos, entremezcladas con la de cadáveres mutilados y ejecuciones, desembocan en la crónica de un viaje delirante que los protagonistas emprenden para satisfacer el enésimo capricho del primogénito.
A wevo padrino y El amante de Janis Joplin, en cambio, se inscriben en la tradición de la narrativa de aventura y policiaca. Entre Culiacán, Mazatlán y la sierra de Sinaloa narran epopeyas de narcotraficantes que controlan el cultivo de mota en el llamado “Triángulo Dorado” y se involucran en cruentos enfrentamientos con policías y carteles rivales, o en pantagruélicas parafernalias en cantinas, bules o lujosos palacios.
Grajales, buchones, federicos, gí¼ilas, culichis: estas novelas reproducen el vocabulario utilizado por los narcos y en los barrios pobres de las ciudades costeñas. Al mismo tiempo retratan de una forma a veces burlesca y otras brutal, las actividades de carteles y pandilleros: sus personalidades y sus existencias formadas por dinero, armas, drogas, negocios ilegales, traición, reventón y mujeres fascinadoras. En particular, destacan la descripción de las hazañas de contrabandistas y sicarios, y por otra parte, el tributo a la belleza morena y las formas abundantes de las sinaloenses.
¿Cómo narrar el narco?
Leyendo estas novelas, muy seguido te encuentras riéndote o cuanto menos sonriendo amargamente; y no sabes por qué. Seguramente analizando la cuestión del narco en México, no hay mucho por qué reírse. Será tal vez el carácter mexicano, que tiende a burlarse de todo —hasta de la muerte— para desmitificar lo que, en el fondo, es sacralizado, y que se transmite por ende a la literatura.
El albur, la broma, la caricatura, parecen ser utilizadas para limar las asperezas, la brutalidad de un mundo en el que la vida no vale nada, el dinero lo es todo y la sangre corre a ríos. La ficción, en este sentido, se emplea como paliativo por el horror y el miedo que provocan el modus operandi y el poder del narco. Ésta, según el crítico literario mexicano Rafael Lemus, es una abulia teórica que aqueja a los escritores mexicanos —él dice que los del Norte en particular— y que los sume en una narrativa caracterizada por el conformismo, tramas populistas y lenguaje coloquial.
Una prosa demasiado apegada a la realidad, cuando en cambio la literatura es artificio, invención, simulacro, y que, sobre todo, con su estilo picaresco evita mirar de frente el problema, sin ánimo subversivo y de describir y desafiar realmente al narco. ¿Cómo narrar la realidad?, es la pregunta con la que el crítico, en su texto publicado en Letras Libres, inicia su reflexión para contestar a otra: ¿Cómo narrar el narcotráfico?
En el intento de responder, tal vez Lemus cae en un centralismo intelectual —uno de los tantos del país— y en generalizaciones que no aprecian la realidad de la narrativa sobre el narco, como por ejemplo que ésta es prerrogativa de escritores del Norte, que “vivirían del narco” para escribir, y que es una producción literaria de moda que se basa, más que en la calidad, en la cantidad, llenando ya los escaparates de las librerías.
Pues tal vez será así en el DF, pero la impresión más bien es que las narconovelas en México están en sus albores, y que aparte de algunas afinidades entre ellas, no se pueden enmarcar con precisión en un único género. Autores de diferentes lugares del país —y no sólo del Norte—, como señalamos anteriormente, se están enfrentando a esta tarea —la de narrar el narcotráfico—, empleando herramientas y recursos creativos que van desde la crónica a la ficción, creando un panorama literario más bien heterogéneo que ordinario y uniforme.
Lo que es cierto, es que la literatura no puede sustraerse a esta tarea. Realismo o ficción, la historia se escribe y se inmortaliza desde siempre en los libros, con una profundidad que difícilmente alcanzan la ciencia u otras expresiones artísticas. Para narrar la historia del narco, las bases ya están sentadas, todavía hay muchas páginas que escribir.