Bellatin y sus morideros

1092
Mario BELLADIN Author a Mexico a la maison des refuges(centre qui accueille les auteurs poursuivis

Las novelas de Mario Bellatin (Ciudad de México, 1960) nos recuerdan, en principio, las limitantes y posibilidades del cuerpo humano, y que el dolor, por encima del placer o sensaciones gratas, es una característica de primacía de la condición humana. El cuerpo (ente físico como tal) es una constante en su literatura, y lo que ese cuerpo adolece y experimenta aparece una y otra vez en sus páginas: sobre todo a partir de la carencia: entre otras, del sentido de la vista (en Poeta ciego) o de la posibilidad de poder caminar (como el hombre inmóvil de Perros héroes).
Tras esta idea, las historias que desarrolla Bellatin son casi todas una especie de morideros (Canon perpetuo –1993–, Salón de belleza –1994–, Flores –2000–y Perros héroes –2003–, por ejemplo): los protagonistas raramente logran salir indemnes o vivos de la situación en que el autor los sitúa, pues los coloca entre el límite de sus fuerzas, una sobreexposición a factores externos determinantes o en escenarios apocalípticos. Su existencia anodina tiene mucho del personaje sin brazo del cuento “Sin brazo”, de Yasunari Kawabata, a quien Bellatin, en el fondo, vuelve una y otra vez.
Hay algo de obsesivo en ese recurrir a seres limitados, impedidos físicamente y con fallidas esperanzas. “Narrador del mal”, definió Christopher Domínguez Michael a este autor en un artículo aparecido en la revista Vuelta (1997); inclinado al mal entendido como esa correlación de fuerzas que determinan el torcido camino de alguien. Una prosa fría, calculadora y esquemática caracteriza la narrativa de Bellatin, lo que contribuye a que ese mal (o esa aura fatalista o catastrofista) en sus personajes adquiera una vital relevancia. El hombre inmóvil de Perros héroes vive obsesionado con averiguar cuántos perros pastor belga Malinois caben en una nave espacial y sólo sonríe, “de forma beatífica”, cuando su ave de cetrería da caza al ratón que a propósito sueltan en el cuarto donde permanece encerrado el hombre. Aquel revuelo, limitado, preciso, lo regocija y lo eleva y, al mismo tiempo, lo devuelve a su marginal estado. Como si su fatalismo respondiera a un mecanismo cíclico. El mal visto como un juego de posibilidades y de delicada desesperanza.
Si la noción de infierno, o de infiernos, como sostiene Salvador Elizondo en su Teoría del infierno y otros ensayos (1992), “sintetiza el carácter siniestro del mundo que nos rodea”, cada uno de los personajes bellatinescos carga con su propio infierno particular. Salón de belleza da una idea de esa forma siniestra en que el averno puede echársenos encima: de ser un lugar al que sobre todo las mujeres iban a ser peinadas y maquilladas, el sitio se convierte en la última estación de enfermos terminales que van allí a morir, no a curarse ni a que rueguen por ellos, sino a morir. El tipo, un travestido solidario, que no caritativo, dueño del salón, la hace de vigilante último, de cuidador y escucha, que en el fondo sabe que acabará como uno de ellos: un juego de espejos que evidencia lo obvio: como los ve, se verá y como ellos mueren, él morirá.
No es casualidad que Mario Bellatin haya estudiado cine: muchas de sus novelas se apegan al lenguaje cinematográfico: su narrativa es fragmentaria y dada a la divagación, un continuum de tomas y encuadres, como si se tratase de escenas fijas, inmóviles y de grandes planos que se alargan y se van alejando poco a poco de los personajes para dar una idea más cercana a la indiferencia que a la intimidad. Como sucede con Nuestra Mujer, protagonista de Canon perpetuo y su obsesión por escuchar la voz de su infancia, y en Flores, cuyos personajes en su mayoría acusan una malformación genética. Esos universos en los que se mueven son fríos, inmóviles, casi la negación de cualquier rasgo humano.
Esa tendencia a la fragmentación y a lo trágico lo recalca Domínguez Michael en aquel artículo de Vuelta: “La pócima que nos da a beber Bellatin es amarga, y acaso, venenosa. Sus obsesiones se destilan a través de una prosa tan escueta como envolvente, casi altanera”.

Artículo anteriorAlejandro Vera
Artículo siguienteNo más quemas al bosque