Cambio de lugar (XI)

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LA BOCA
Fanny y Álvaro dejaron a Nicolás en casa de los abuelos, para lo cual ni ellos, ni el nieto, opusieron ninguna resistencia.

Tenían una entrevista con los dueños de la casa que iban a alquilar en el barrio porteño de La Boca, o en, como más tarde vería Fanny escrito en escudos colocados delante de diversas instituciones locales, “La República de La Boca”. Estaba muy claro que el nombre provenía de “la boca del Riachuelo”, esa entrada con forma de pequeño estuario, o mejor dicho esa apertura hacia el Río de La Plata.

Pequeño puerto, si se quiere, de lanchones y barcos de calado menor. Cosa que cambiaba mucho al ir subiendo por la costanera de la calle Pedro de Mendoza hacia la entraña de Capital Federal, hasta llegar al puerto de la ciudad de Buenos Aires. En ese camino de bordeo del río ya se iban viendo barcos mucho más importantes, y grúas vertiginosas. Todo esto vendría después.

Ahora están en un inmenso living de película, nunca mejor aplicado, rejunte inimaginable de objetos de arte, pero totalmente de bazar, como le gustaba decir a Álvaro, con su manía de observar todos los lugares como si fueran escenografías, y muchas situaciones de la vida como si fueran escenas de teatro, cosa que divertía mucho a Fanny, sobre todo cuando se reían juntos después tomando un café.
Así como Álvaro era fiel y capaz de perdonar todo a sus amigos, era despiadado con los que llamaba nuevos ricos, gente de plata, pero no de cultura, decía y jugueteaba con la pipa. Así como no le importaba que alguien no se pudiera pagar ni el café, mientras pudiera sostener una conversación, cargada de conceptos sobre el arte, o las artes.

Y Fanny a veces se lo recriminaba, diciéndole, que tampoco el hecho de tener cultura, o conocer sobre temas de arte, daba patente de buena persona, y que unos cuantos de sus amigos hablaban para que él les pagara el café o el whisky, y que otros, en cambio, no, eran muy amorosos.
Este comentario, a él, le resultaba muy odioso.

Todo este discurso de Fanny iba apuntado a las charlas largas, con algún vino tinto en el medio, que él sostenía muchas veces al salir de los teatros, y que a ella no le gustaban para nada. Si estaba solo, sin ella al costado, esto la hacía poner muy celosa, por si rondaba alguna actriz, alguna lo que fuera, y además porque le quitaba tiempo de estar con ella.

Cuando ella terminaba el párrafo él se quedaba callado, y le daba un beso.

El señor gordísimo y de gran altura le explicaba sus comienzos a Álvaro, en el barrio de La Boca, con un corralón de materiales, y cómo fue haciendo ese conventillo, pero no como los del centro, aclaraba. En esas casas se puede vivir y respirar, vio, no son como esos hormigueros, ahí nació nuestro primer hijo; después, la verdad es que me fue muy bien, y pudimos comprar acá, en pleno barrio Norte, pero trabajamos para eso, trabajamos mucho, yo me levantaba al amanecer y cerraba el corralón al anochecer. No se crea. Lo decía con un vaso lleno de whisky, y tenía la voz y la nariz de alguien que toma con asiduidad. También ponderaba las virtudes de ese whisky que ofrecía generosamente, y también a cada rato decía su precio.

Era un piso con todos los lujos y metros cuadrados correspondientes para poder decir “tengo un piso en barrio Norte”, lleno de adornos, floreritos, cuadros de esos con fotos y luces por dentro, un tren, una ballena, el puente de Brooklyn, que se iluminan y le dan gran realismo a la escena, “decorativos, ja ja”, como decía Álvaro.

La señora, en cambio, agradable, bajita, también gordita y con el cabello blanco bien ordenado con esos peinados redonditos, como un nido de horneros, según nuestro amigo escenógrafo, claro. Decía ser la tía del cantante, muy de moda por esos tiempos, Alberto Cortez, y contaba que eran todos de La Pampa, una provincia argentina. Y que,  qué suerte si ellos dos alquilaban la casa, porque le gustaba que Fanny fuera maestra, le parecían gente educada. La señora ignoraba que en más o menos un año cambiaría de idea acerca de su buena educación, se entiende.

Pero, por el momento, el trato quedó cerrado. Y ellos serían los ocupantes, en un tiempo prudencial para que los dueños, el señor voluminoso y la tía de Alberto Cortez,  pudieran despejar algunos materiales que habían guardado en la galería.

Cuadros decorativos, ja ja, dice él, sí y vos unos cuantos whiskys de buena calidad adentro, je je, dice ella, y se van riendo, contentos por haber conseguido un alquiler en esos tiempos en que era casi algo imposible, abrazados, por la calle húmeda y fresca de ese invierno, ya en retirada.

Nicolás amaneció un lunes diciendo que le dolía algo en el cuello, en el oído. Se llamó al médico y resultó lo que en los barrios se llamaban “las paperas”, de modo que se transformó en una especie de cara de ardillita, con dos bultos en el nacimiento de las mandíbulas. Y le recomendó el médico que hiciera estricto reposo.

A Fanny le daría unos cuantos días de licencia “por cuidado de familiar enfermo”, artículo del reglamento docente incuestionable, por ser un gremio mayoritariamente femenino, se supone. Y la consabida visita con golosinas, de la abuela Emilia, ya que el abuelo por un lado trabajaba, por el otro tenía que superar su ofensa porque habían optado por irse de Haedo, y eso llevaba su tiempito. Y fundamentalmente, porque si llegaba a ver el lugar donde estaban viviendo, temporalmente, con Nico, se hubiera armado una discusión muy poco agradable. Con la abuela, como siempre tratando de atemperar, “bueno, bueno, ya se van a mudar, es por un tiempo, no ves que hay pocos alquileres”, y seguramente hubiera agregado, “y qué, yo también viví muchos años en conventillos”.

Es que la mamá de Fanny, la abuela Emilia, era una mujer muy especial, en cierto sentido, una niña tímida, y como si lo que fuera a decir careciera de importancia entonces era mejor callar, las cosas muy inteligentes estaban reservadas al abuelo, o a las chicas, que estudiaban. Sin embargo, cuando opinaba, eran  frases muy sabias las que decía, y muy liberadoras. El abuelo era el conocimiento y la dictadura del proletariado. La abuela Emi era una especie de bolche, con corazón de anarquista tolstoiana y sabiduría zen; era la suavidad del pensamiento que todo lo permitía, “si te hace feliz”. Andaría por los cuarenta y siete años.

Y le cambió el turno al jefe del taller de cintas y elásticos (el padre de Fanny, claro), en el que se hacía cargo de un turno, manejando unos telares antiguos, muy grandes, de madera, llenos de pesas en la parte de atrás, con lanzaderas y canillas; las canillas se llenaban de hilo en unas maquinitas a motor llamadas canilleras, nada original su nombre; ese hilo, luego se iría tramando en el batán del telar, bobinitas que iban pasando haciendo un ruido particular, trac-trac, al entrechocarse las maderas. Ese día ella se levantaría temprano, y quedaría liberada a la tarde, como hacía siempre que visitaba a una de las “chicas”. Esta vez viajaría hacia pleno centro.

Por suerte era una tarde fresca, pero de sol, y a la tarde el sol daba sobre la puerta de doble hoja, con vidrios, ventana y una enorme claraboya, por donde entraba una luz muy acaramelada, que se coloreaba de verde en la damajuana transparente, coronada con su rosa de seda. Las camas con sus colchas bien extendidas; la de Nico, con su eterna frazadita celeste-térmica.

La pava para el mate, ese punto de intercambio tan presente entre las dos, desde los primeros mates de leche con azúcar, pasando por los mates del consuelo sentimental adolescente, los mates de las separaciones, a esa altura la macrobiótica, un tanto adulterada de carnes, y otras variantes, se había hecho presente, Fanny había introducido el uso de miel en reemplazo del maléfico azúcar blanco.

El mate a partir desde ese momento se endulzó con miel, salvo alguna rebelión de Emi, usando azúcar negra, como punto intermedio de la negociación. Pero siempre el mate para dialogar, festejar, estudiar, amainar las penas. En ciertos momentos del 76 el terror, cuando Fanny tuvo que deambular un mes con Nico, por un aviso muy grave. El regreso peligroso, el mate, esa pregunta salvadora, “¿Querés que prepare un mate?”. La excusa para los recreos de estudio, de trabajos en casa, de escritura. Cuántos mates cebados por la abuela Emi, “preparate unos mates”, que vino tal o cual, gritaba el abuelo, mientras recibía a sus permanentes visitantes del barrio, a los cuales adoctrinaba, o a los “tíos” del partido, que Fanny había visto desfilar desde su infancia.

Esa tarde, entonces, estaba todo listo para la visita de enfermo, la pava, blanca enlozada, con sus tres rosas rojas y unas hojitas verdes, que venía siguiendo desde hacía unos años a Fanny, y la miel. Y Nico muerto de ansiedad por ver a su abuela, y sacarle el botín que traería en sus manos, para él. Y así fue, Álvaro se retiró a sus ocupaciones, pero sabiamente le dijo a Fanny al oído, así charlan de sus cosas, si Fanny no había entendido mal, estaba con la puesta de Esperando a Godot de Beckett, ya cerca de estrenar, además, voy a estar como un elefante en un bazar; se rio y se fue.

Y llegó la abuela Emilia con unos caramelos ricos, una bolsa como si fuera una red de pescadores, pero llena de “bolitas” y “bolones” de vidrio, que todavía se fabricaban, veteadas de colores, y un regalo que había mandado el abuelo Osvaldo, el que él consideraba más delicado y valioso de regalar a un niño, o tal vez de regalar en general, una cajita con dátiles, importada. Unas revistas de historietas, un librito para “pintar” y un libro de cuentos que seguiría los pasos de la familia durante muchos años; un libro de cuentos rusos, con ilustraciones hermosas, que parecían pintadas con tintas transparentes, y la tapa con cubierta de papel sedoso, color rojo. La enfermedad de Nico había resultado muy redituable.

Después de leerle uno de los cuentos, de enseñarle a rellenar primero los bordes y después el centro de las figuras, con los lápices de colores, la madre de Fanny se sienta al lado de  ella, en la otra silla, porque había dos sillas y una banqueta. Es el momento en el que la abuela de Nico comienza a contarles cómo fueron sus años de infancia en los conventillos de Villa Crespo, donde ella nació. En otras oportunidades Fanny le desviaba el tema, porque quería ir directo a la charla; pero esa tarde sintió que los ojos de su mamá se llenaron de imágenes del pasado, al entrar en ese lugar, dejó que avanzara en sus recuerdos, y que los compartiera con su nieto. Que dormían todos en una pieza, que las cocinitas estaban en el fondo de un patio, que todos compartían, que de noche los gatos y sus sombras le daban mucho miedo, que su cama eran bolsas rellenas de aserrín, que la gente se ayudaba entre sí, que había turcos, italianos, españoles, judíos polacos, menos criollos, esos eran menos; judíos rusos, “como nosotros”, todos se ayudaban si pasaba algo y esas cosas, dijo.

Después, sí, hablan sobre diversas cuestiones y el consabido desfile de personajes familiares y amistades, con su comentario acerca de la situación actual de cada uno, sin dejar afuera, claro está, a algunos compañeros del partido, que ya eran parte del relato. Fanny está encantada de comer las “facturas” que su mamá trajo del barrio, de la panadería típica de los domingos, por supuesto, de “II Echeverría”, lo de segunda nunca se supo por qué, dado que nadie llegó a conocer la primera. Es el momento en el que ella se está llevando a la boca, casi junto con la bombilla, una factura bien hojaldrada, con almíbar y manzana, su mamá le dice, “tenés un poco de pancita, engordaste un poco, ¿no?”.

Y Fanny le contesta, dando una risotada y guiñándole el ojo a Nico, que va dando buena cuenta de los dátiles, a pesar de sus “paperas”, acentuando con esto su aspecto de ardillita del bosque con rulos y ojos azules; le responde a Emi con el mate suspendido en el aire, “no mami, estoy embarazada, pero no te preocupes, nos vamos a mudar, Álvaro consiguió un lugar, a través de amigos, nos vamos a vivir a La Boca”.

IRREAL
Pasos pesados, arrastrados por el suelo de cemento, pareciera, o baldosas rústicas; pasos que no se pueden sostener, ni avanzar, y una voz áspera me dice al oído, “si no caminás te quedás aquí adentro, ¿vos querés quedarte aquí, zurdo de mierda?”. No contesto nada y me digo que si en los campos de concentración de la segunda guerra hubo gente que salió, yo tengo que poder, tengo que caminar, no sé si hacia mi vida o hacia mi muerte, pero tengo que caminar.

Siento golpes calculados para que no me caiga, en el hombro, y la misma voz que me dice, “no, pedazo de porquería, no estás caminando para irte a tu casa, ahora vas a salir a un patio, y ahí te van a fusilar, junto con otros terroristas como vos, todos subversivos, todos haciendo cagadas contra la gente, eh, no dejan vivir en paz ustedes”. Y yo pienso con un hilo de voz adentro de mi mente devastada, logro pensar que sólo deseo que ese hombre deje de hablar, aunque me maten, y todo se termine en este triste lugar, que cierre esa boca, que se deje de hablar. Pero no, sigue, “a la turrita que estaba con vos ya la liquidamos el otro día, a ésa no le encontramos nada raro, la matamos por puta, nomás, metiéndole los cuernos al marido, la muy puta”, y larga una risotada sorda, como si se quedara en su garganta, para que yo pudiera escucharla, esa garganta, con qué ganas se la apretaría, pero ni fuerza, ni voluntad de odio, ni venganza me quedan, sólo avanzar, un paso, otro, un paso, otro.

Y escucho, “subí, te digo que subas la escalera, pelotudo, no entendés lo que se te dice. Mirá que te vuelvo a atar al elástico y te dejo ahí que te pudras, supongo que preferís unos tiros en la cabeza, seguro”. Siento los labios pegados, uno a otro, aunque quisiera contestarle, gritar algo injuriante y terminar de una vez; no podría, mis mandíbulas están soldadas, no hay lengua, nada, nada más un dolor en el centro del pecho. “Arriba”, dice y empuja. Subo unos pocos escalones y las piernas no responden más, me da un golpe en medio de la espalda, y sigo subiendo, dos, tres más, otro golpe.

Empiezo a tener sobre la piel del rostro el aire del exterior, ese mismo aire que sentí al llegar, salvo en los ojos y la zona cubierta por el trapo, ese aire, cargado de humedad, de olor a agua, y volví a las palabras del comienzo, el río está cerca. Sí.

El río está cerca.
Alguien desde arriba me agarra con fuerza de un brazo, y me levanta casi en el aire, aunque siento que uno de los pies sigue rozando los dos o tres escalones que me faltarían para salir a un lugar. No sé por qué al llegar me pareció un patio muy grande, o un playón de cemento. Me tiran contra un grupo de cuerpos, supongo que en mi misma situación, todos parados, como si nos apoyáramos unos contra otros, para sostener entre todos nuestra desgracia.

Hay silencio, yo creo que anochece. Me ponen en la mano derecha un jarro de metal, tibio, tibio como el líquido dulzón que comienzo lentamente a tragar; es mate cocido, ahora lo reconozco. En la mano izquierda me ponen un pedazo de algo, y alguien, con una voz suave, casi melosa, que reconozco, nos indica “coman, hijos, es pan”. Me parece increíble que use el tono de la misa, el “pan” no está recién horneado, pero lleva reconocibles el olor y el sabor. Silencio. Esta gente está loca, ahora nos matan a todos, pienso, pero no, sigue un momento de silencio y después llega un vehículo, con el mismo ruido del que nos trasladó hasta aquí aquella noche, de la que no tengo idea cuántos días habrán pasado.
Y allí comienza a suceder algo, que si yo lo escribiera como relato fantástico me dirían que es exagerado, imposible. Se escuchan algunos sonidos de gente que está preparando el vehículo, como si bajaran las lonas que deben cubrir la parte de atrás de una de esas camionetas militares, de las que a veces se veían por las calles con personal armado para amedrentar a la población. Eso imaginé.

Alguien carraspea cuando comienza a hablarnos; sé que es la misma voz que nos ofreció el pan, la misma que decía allá abajo, en el infierno terrestre, “serenidad, hijo, debes tener serenidad”; una voz casi delicada, con la pronunciación de cada palabra recortada a la perfección y las “s” muy marcadas, al mismo tiempo, las frases dichas con una cadencia casi musical.

“Queridos hijos, ustedes han atravesado por una dura prueba, y han salido fortalecidos, en su cuerpo y en su espíritu. Se han mantenido firmes, sin quebrar sus verdaderas versiones de los hechos. Han sido investigados y fueron encontrados dignos de poder volver a la vida de siempre, a sus hogares. Sabemos que no forman parte de la subversión que está mortificando a nuestra sociedad desde hace años. No hablen con nadie de lo aquí sucedido, disfruten de las fiestas cristianas que se aproximan en este mes de diciembre. Sigan las instrucciones que les darán y aléjense de toda forma de ideología perniciosa para nuestra patria, nuestro país y sus tradiciones. Vayan ustedes con Dios,  celebren estas navidades en la paz del Señor.  Sean ustedes y sus familias bendecidos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén”. Holden Caulfield tenía toda la razón, pienso con él, por qué tendrán que usar ese tonito hipócrita.

Me llevan de un brazo, y alguien desde arriba del vehículo me ayuda a trepar, todo en silencio; me sientan, supongo que contra la chapa de las paredes de la caja, hay unos listones de madera, como bancos largos, siento otro cuerpo que  junta su brazo con el mío, y del otro lado, la lona. Silencio, sólo deslizamientos de cuerpos sentándose. Silencio, y por momentos únicamente el susurro de las hojas de unos árboles, que deben estar muy cerca, seguramente es de noche. Silencio. Se escuchan las respiraciones de gente que está vigilándonos, dentro del vehículo.

Ahora alguien comienza hablarnos, es la voz aguda del primero que me habló, el que me pegó la trompada, dice, “Todos van a volver a sus casas, tienen monedas en los bolsillos para pagarse un colectivo, serán descendidos del vehículo en distintos puntos de la ciudad. Deberán caminar mirando hacia adelante, y contar hasta cien antes de destaparse los ojos. Van a ir todo el tiempo rezando el Padrenuestro, cuando se termine vuelven a comenzar; no pueden intercambiar ni una palabra entre ustedes, ni hacer movimientos sospechosos, frente a cualquiera de estas faltas serán fusilados al momento. Señores, buenas noches”. Pienso, ahora nos bajan en un baldío y nos matan a tiros, para qué todo este teatro.

Alguien dice “Empiecen”, y un conjunto de voces llorosas, desharrapadas, pero en un hilo misterioso, dirigidas al universo todo, tal vez desde lo más recóndito de la fe o desde el territorio más ateo, sin pensar, esta vez en el darwinismo, ni en el origen de las especies, se lanza al aire, desde bocas doloridas y aterradas el “PADRE NUESTRO, que estás en los cielos, santificado sea tu nombre, venga a nosotros tu reino, hágase tu voluntad, así en la tierra como en el cielo. El pan nuestro de cada día dánoslo hoy, y perdónanos nuestras deudas así como nosotros perdonamos a  nuestros deudores. Y no nos dejes caer en la tentación, mas líbranos del mal. Amén”.

El vehículo se detiene, hay movimientos, se escuchan unos pasos vacilantes que se alejan. Alguien dice, “Sigan” “PADRE NUESTRO, que estás en los cielos, santificado sea tu nombre, venga a nosotros tu reino, hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo. El pan nuestro de cada día dánoslo hoy, y perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a  nuestros deudores. Y no nos dejes caer en la tentación, mas líbranos del mal. Amén”. Curvas y calles adoquinadas, son calles de adoquines, un tramo recto. Otra vez se detiene, nuevos pasos se alejan. “PADRE NUESTRO, que estás en los cielos, santificado sea tu nombre, venga a nosotros tu reino, hágase tu voluntad, así en la tierra como en el…”
Una avenida seguramente, asfalto liso, otro cuerpo que desciende, ahora sí escucho el conteo de los números, cuatro, cinco, seis. “El pan nuestro de cada día dánoslo hoy, y perdónanos nuestras deudas así como nosotros perdonamos a  nuestros deudores. Y no nos dejes caer en la tentación, mas líbranos del mal. Amén”. “PADRE NUESTRO, que estás en los cielos, santificado sea tu nombre…” Siento que me aprietan un brazo, y me van llevando hasta el borde, me sientan en la parte final del piso de metal, y con un leve empujón en la espalda me largan al adoquinado de la calle. Sigo escuchando la plegaria, “…y perdónanos nuestras deudas así como nosotros perdonamos a nuestros deudores. Y no nos dejes caer en la tentación, mas líbranos del mal. Amén”. Sigo escuchando la plegaria,  ya disminuida en voces, como una letanía que se aleja, surcando la noche.

Yo camino diez, once, doce, trece, catorce, tal vez igual me maten antes de llegar a cien, quince, dieciséis… me voy a caer antes, me voy a desplomar… dieciocho… aquí mismo, no puedo seguir. Puede ser que no me maten, que me dejen vivir para que cuente, sesenta y uno, y dos, y tres, pero me dijeron que no lo comente con nadie.

Cien. ¿Qué hago, me saco la venda de los ojos? ¿Y si me la saco y me pegan un tiro en la nuca? Sí, esto debe ser una trampa. Y con las dos manos temblorosas me saco el trapo que me cubrió los ojos y parte de la cara durante todas estas largas horas. No puedo mover los párpados, hasta que una línea de luz de un farol de la calle entra y me voy acercando a una medianera, con un portón de chapa negra al costado. Subo a la vereda. Me apoyo en la pared y me derrumbo sobre las piernas, quedo acuclillado, con la espalda en la cal de la pintura blanca, la siento fresca. Todo en mi cuerpo es dolor. Estoy sucio, me paso las manos lastimadas por las mejillas y toco una barba de pocos días, tres o cuatro. Huelo a orina, a sudor, y a todo lo denigrante que pueda oler un ser humano.

Ahora sí me tomo la cara entre las manos, pienso en Ángela, y lloro, mansa y desesperadamente, como sólo puede hacerlo un niño abandonado en una gran ciudad.

Gloria Arcuschin, narradora argentina, ha publicado los libros: Llovizna en parque Lezama, Ed. Del Dock (1992), Canciones impunes-Ave del paraíso, Ed. La luna Que (2001) y Libro de juegos, Ediciones del Dock, ilustrado por Federico Mañanes (2013).

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