Antes de escribir hay que despojarse de las palabras.
Hay que preferir las palabras pobres que sobran. Trabajar entre ruinas.
CLARICE LISPECTOR
Hace cien años una pareja de judíos salía de Ucrania con destino a Brasil. Al pasar por la pequeña población de Chechelnik, nació Clarice, su tercera hija. Con apenas unos meses de edad la pequeña llega a un territorio contrastante. Su infancia y juventud las pasa entre Pernambuco, Recife y Río de Janeiro, donde estudia Derecho. De forma temprana su interés y habilidades en la escritura se manifiestan, creando un estilo extraordinario que saltó de entre todo aquello que en los años cuarenta y cincuenta se reconocía como tendencia literaria.
En la primera mitad del siglo XX la literatura de Brasil se empeñaba en buscar lo puramente “brasileño”. Clarice demostró entonces que no había un solo casillero —en aquella taxonomía claramente masculina y con tendencias folcloristas, que privilegiaba la narrativa regionalista y social—, en la que su obra cupiera. Clarice fue, desde el principio, con la publicación de su primera novela Cerca del corazón salvaje (1944) y con apenas 21 años de edad, un ánima sola, una perla baroque que no puede repetirse.
Luego vinieron más novelas y cuentos que se publicaron a la par de sus colaboraciones y columnas en diversos diarios y revistas. La araña (1946), La ciudad sitiada (1948), La manzana en la oscuridad (1961) y La pasión según GH (1964), considerada por muchos su mejor novela.
El conjunto de su obra es poderosa en su extrañeza. Los relatos de Lispector siempre abren caminos diversos que suelen iniciar desde ese espacio común que es lo cotidiano, al que ella entra con aguda pluma para diseccionarlo. Nada es superficial, lo suyo es la hondura, el mundo interior y las sensaciones, especialmente las femeninas.
“Ahí estaba el mar, la más ininteligible de las existencias no humanas. Y allí estaba la mujer, de pie, el más ininteligible de los seres vivos. El día que el ser humano se hizo una pregunta sobre sí mismo, entonces se convirtió en el más ininteligible de los seres por donde circulaba sangre. Ella y el mar.”
En la obra de Clarice la mujer y el tiempo se consagran como en una sinfonía que siempre está naciendo. El tiempo mismo es el acontecimiento supremo, eso que inmutable nos devasta y hace arrastrar buscando un poco de dignidad. En sus relatos la mujer espejea con la mirada masculina desde la ventaja de saberse primigenia, directamente conectada con la savia de todo lo vivo, rotunda y telúrica. Un cuerpo que sangra es un cuerpo que sabe ser feliz porque habla con las mareas. La órbita que recorre la obra de Lispector es más grande que el lenguaje.
En la escritura de Clarice el lenguaje está en el corazón de su obra, pero estudiarlo de forma específica seca por completo la húmeda vitalidad de su literatura. No hay mayor comprensión de su obra en la quirúrgica mirada de la lingüística, menos aún de la semiótica. Su obra, llena de sutilezas, demanda la misma delicadeza de los lectores. Su escritura se abre para quienes reconocen el silencio y lo comparten. ¿Quién le pide al otro que escuche el silencio? Clarice lo hace todo el tiempo. Sólo en el silencio el suspiro o el áspero jadeo del otro son un luminoso sobresalto.
Las mujeres de sus relatos enfrentan —con distintas estrategias— un mundo que cotidianamente se convierte en un malestar. En escenarios interiores, donde lo doméstico empantana la existencia, Clarice desarrolla reflexiones ontológicas que pueden comenzar con la observación de un huevo o de un reloj despertador. La obra de Lispector dejó a un lado el color carioca que tan bien se recibía en los ámbitos editoriales, demostrando que hay algo más que el carnaval, que una mujer puede hacer filosofía bajo los cocoteros.
La investigación del lenguaje aparece en toda su obra a través de una observación tan sensorial como minuciosa de las relaciones humanas y los mundos interiores, en los que el alma de la mujer y sus monólogos silentes juegan un papel protagónico. Ahí está quizá la raíz de su literatura y en su capacidad de vencer el miedo. “Será demasiado horrible querer adentrarse en uno mismo hasta el límpido yo?” Se preguntó para contestar con la más breve afirmación: “Sí”.