Era todavía una niña cuando Clarice Lispector envió sus escritos a un periódico para la sección infantil. Pero sus textos fueron rechazados porque no contaban historias. Desde ese tiempo ella escribía con base en sensaciones, recurso que en su posterior literatura la llevaría a una constante introspección, a una especulación incesante en torno al sentido y la razón de ser de la existencia. Esta circunstancia pone a su escritura en la misma exploración que unas décadas antes había emprendido Marcel Proust con En busca del tiempo perdido. Desde las primeras alusiones de la crítica ella rechazó haber leído al francés. Su intuición la había llevado por ese camino, y nunca lo abandonaría.
Lispector publicó en 1944 Cerca del corazón salvaje, era su primera novela y tenía 23 años de edad. La crítica la asoció con James Joyce, primero porque el título es una frase de El retrato de un artista adolescente; y segundo por el uso de algunas técnicas emparentadas con el irlandés: el estatismo propio de sus cuentos, el recurso de la epifanía y el fluir de consciencia, sólo por mencionar las más evidentes. Ella declaró en su momento que no había leído a Joyce y que había optado por el título de esa novela por recomendación de un amigo.
La primera vez que leí su cuento “Amor”, hace más de dos décadas, no pude no pensar que estaba frente a un ejercicio de diálogo deliberado con Mrs. Dalloway, la novela de Virginia Woolf. Hace unos días experimenté lo mismo con el inicio de Aprendizaje o El libro de los placeres. Muchas ocasiones se ha nombrado entre sus influencias, y creo yo que no sin razón, a Virginia Woolf. Otra vez, la brasileña no la reconoció entre sus lecturas importantes.
Clarice Lsipector se mostró como una gran escritora de cuento y de novela, pero también fue periodista y como tal se construyó una buena reputación. Justo en este ámbito nos encontramos con una rareza en su trayectoria. En 1952 recibió la invitación para escribir en una columna femenina. Lispector aceptará, pero para proteger su reputación de escritora literaria y periodista formal decidió firmar con un pseudónimo, Tereza Quadros.
Es importante precisar que en realidad no se trató simplemente de artículos de Clarice Lispector firmados con otro nombre, sino que la autora se decidió a construirle una personalidad a Tereza Quadros. En una carta a Fernando Sabino, Lispector escribe: “Es amable, femenina, activa, no tiene la tensión baja, a veces es incluso feminista… en fin, una buena periodista”. Si leemos las columnas, aun cuando están muy bien escritas y muestran una inteligencia manifiesta, se tratan de textos muy alejados de los escritos de Clarice.
Esta primera experiencia fue breve, la publicación no circuló más de seis meses, pero con el paso del tiempo Clarice Lispector volvió a ejercer esta especie de ghost writer y al nombre de Tereza Quadros agregó los de Helen Palmer e Ilka Soares, con los que además de columnas femeninas publicó algunas crónicas. Lo relevante aquí es que la escritora brasileña ha adoptado el recurso de la heteronimia que la identifica con Fernando Pessoa. Se argumentará que a diferencia de los heterónimos del poeta portugués, éstas se tratan de obras menores, pero no debemos olvidar que, salvo la trinidad Campos-Reis-Caiero y Bernardo Soraes, la mayoría de los heterónimos pessoanos son escritores menores, porque son necesarios para su universo literario.
Como ya lo he mencionado, la crítica ha asociado con mucha frecuencia la obra de Clarice Lispector con Joyce y Woolf, no tanto con Proust y con Pessoa. Para cualquier lector que conozca los referentes las coincidencias son claras, de hecho uno termina asistiendo a un interesante diálogo entre las obras. Resulta extraño que la escritora no mencionara a estos autores, no digamos entre sus influencias sino entre sus lecturas. Ella solía hacer referencia a Machado de Assis, Rachel de Queiroz, Eça de Queiroz, Jorge Amado y Fédor Dostoievski.
Por lo demás no es extraño que algunos escritores nieguen este tipo de presencias en su obra, los ejemplos abundan. Podríamos especular que distintos autores lleguen, en lugares y tiempos distintos, a caminos similares, porque así lo requiere su necesidad comunicativa o quizás por las condiciones de su contexto. Tampoco es extraño que los lectores actuales queramos identificar esas genealogías literarias en donde no las hay. O quizás sí las hay, mucho más allá de la voluntad de los autores, como lo pretende Paul Ricoeur, y las obras pertenecen más al lector que al autor.
Quizás no debamos buscar en la obra de Clarice Lispector las influencias de los grandes renovadores de la literatura del siglo XX, quizás sea justo considerarla simplemente también a ella como una de las grandes propuestas estéticas del siglo XX.