Durante los siglos XVI y XVII, toda Europa sufrió los estragos de la peste, y fue en Londres, donde había una actividad muy grande en los teatros, que dejó a uno de los genios más grandes de la lengua inglesa fuera de toda actividad en las “tablas”.
William Shakespeare, quien era uno de los mayores animadores de la escena en la ciudad, tuvo que abandonar —como la mayoría de londinenses— su trabajo, e irse a recluir debido al riesgo de contagio.
Miles de personas, en ese tiempo, murieron en todo el continente, pero de eso —como un recordatorio de que pese a las crisis humanas por la enfermedad se puede ser creativo— durante la cuarentena Shakespeare produjo (y/o terminó) el Rey Lear, Macbeth y Antonio y Cleopatra.
Hoy las podemos leer con tranquilidad, o ver en la TV o el cine representadas, pero fuero el producto de una reclusión forzada a la que Shakespeare le sacó partido.
Como en todo Shakespeare, lo humano es lo fundamental. Sus desencantos, sus debilidades y sus contradicciones, como bien lo ha dicho Harold Bloom en su libro Shakespeare. La invención de lo humano (1998):
“Shakespeare pone en perspectiva sus dramas de tal manera que, medida por medida, somos juzgados nosotros mismos al intentar juzgar”.
Una de esas tres obras, Rey Lear narra la historia de un rey que hereda su poder y sus tierras a dos de sus hijas, pero la tercera no recibe nada debido a que no lo ha adulado con su amor, y es de allí que parte la historia donde William Shakespeare eleva sus dotes de gran escritor.
Es una exploración del poder y la debilidad, dispuesta en el personaje del rey Lear; una obra dura, donde, se ha dicho, que “involucra las emociones de la audiencia, pero mientras que las experiencias catárticas conducen a un sentimiento de renovación, la obra de Shakespeare no lo hace. El castigo en la obra a menudo supera el crimen. Al dejar a la audiencia profundamente triste y prácticamente sin esperanza, el Rey Lear se encuentra entre las tragedias más sombrías de Shakespeare. En la obra es particularmente notable la reflexión sobre la naturaleza del sufrimiento humano y el parentesco”.
El escritor dublinés, George Bernard Shaw, la describió de la siguiente manera: “Ningún hombre jamás escribió una tragedia mejor que Lear”.
La universalidad de lo escrito por William Shakespeare, en toda su obra, ha hecho que no haya distinciones entre las culturas de los países del mundo, lo mismo toca la sensibilidad de un espectador en Tokio que de Roma, París, Nueva York o alguien que la pueda ir a ver al teatro o leer en Guadalajara.
Los dramas, en todo caso, son universales. De allí que con cierta sencillez el llamado Bardo de Avon, porque nació en Stratford-upon-Avon, Warwickshire, en 23 de abril de 1564, es de algún modo nuestro contemporáneo, pues está presente y sufrió, como nosotros ahora, una contingencia sanitaria tan terrible como la nuestra.