Aún no termina la segunda temporada de transmisiones en vivo desde el Metropolitan Opera House de Nueva York en el Teatro Diana, mientras en el Estudio Diana ya se completa el primer programa del mismo tipo, pero desde el Royal National Theatre de Inglaterra.
Tras las obras Fela! en febrero, El rey Lear en marzo y Frankenstein en abril, El jardín de los cerezos cierra el primer ciclo de esta iniciativa, que sigue al Lunario de la ciudad de México como pioneros en América Latina en acercar vía satélite el prestigioso trabajo de la compañía británica oficial. Guadalajara aún no aparece en el mapa de salas, que por cierto se ahorra clasificaciones, incluyendo a nuestra capital en la lista correspondiente a Estados Unidos.
En una versión del dramaturgo australiano Andrew Upton, la última obra de Chéjov reaparece (aquí y allá) en medio de un panorama de fracasos macroeconómicos sumamente familiar a la atmósfera de derrumbe que urde la historia de una noble familia venida a menos, su decadente mansión de veraneo y el jardín de cerezos que la rodea.
El texto, de 1904, es apenas un año anterior al Domingo sangriento que desató la primera revolución rusa, que buscaba mejoras laborales y civiles para las clases trabajadoras recién emancipadas en 1861 de la “servidumbre” feudal, y la cual habría de desembocar 13 años después en la revolución que puso fin al gobierno de los zares y comenzó la era del comunismo.
Se trata de la obra más crítica de Chéjov, pero no es dicha cualidad la que la mantiene constante en cualquier repertorio que se respete, sino su facultad desveladora de las fragilidades y frivolidades que nos son propias universalmente, como también lo logra en La gaviota y El tío Vanya, por ejemplo.
A pesar de que la sutil constitución de los personajes a través de diálogos y gestos banales, cuya vacuidad es el espacio donde reside su verdadera materia, no parece del todo seguro decir que la protagonista sea Liubova Ravéskaia, una aristócrata que ha vuelto a la última finca que le queda tras consumir los restos de su fortuna en préstamos impagables durante cinco años en París, huyendo del recuerdo de su hijo ahogado en el río que corre más allá del cerezal, pero también tras un amante interesado y la única forma de vida que conoce: la opulencia.
Esta finca también será rematada en unos meses si no pagan la hipoteca. Lopajin, un comerciante, un nuevo rico nieto de siervo e hijo de tendero le ofrece un préstamo para derrumbar la casa, talar la huerta y arrendar lotes para que la naciente clase media construya casas de campo: negocio fácil.
A lo largo de la obra, el jardín de los cerezos se extiende fuera de escena, blanco y florido, como símbolo de un pasado glorioso y refinado, de manos suaves y zapatos amarillos, pero a costa de la explotación de toda una clase que sin embargo no es mejor ni está del todo satisfecha con el cambio de sistema, que no sabe qué hacer…
Tampoco parece cierto que el jardín sea en sí mismo un personaje: Chéjov no entendía el teatro como alegoría ni representación, sino como ejecución llana de la realidad. Es por ello que aunque sea fácil encontrar listados de equivalencias que sugieren sustituir “Lopajin” por “el capitalismo”, “Firs” por “la antigua servidumbre conforme”, “Pishchick” por “el comunismo”, “Trofímov” por “los intelectuales”, etcétera, la obra late en la autenticidad de sus actitudes y lo que yace detrás de éstas: historias completas apenas insinuadas con una mueca de fastidio ante la criada ilusionada que anuncia su compromiso matrimonial en confidencia, con las generosas propinas y limosnas que salen de un monedero ahogado en deudas, con la frívola despreocupación del joven lacayo,que parece más un señorito.
Así, sin elocuencias ni acciones, pasa anodino el tiempo en cuatro actos en los que dan paseos por el campo, toman el té, ofrecen una fiesta mediocre, concretan o no los amores y hablan de cualquier cosa, hasta que llega la subasta de la propiedad como un paso más en el irremisible devenir de las cosas.
De estilo parco en acotaciones y líneas que miran hacia otro lado, la dificultad en la dramaturgia de Chéjov radica en descubrir, comprender y expresar silenciosa y sugerentemente la trama, los conflictos subyacentes, sin caer en la exageración que caricaturiza y destruye la impresión de “verdad” que era el objetivo principal de Chéjov, alejado de todo esfuerzo costumbrista, pintoresco o de alineación política.