Mara Marcelli*
Marzo, 8pm en la península. Desde su casa, la gente se asoma puntual a la calle para cumplir con el momento cumbre del día: los aplausos a los sanitarios. Lo que empezó como una costumbre en Italia al inicio de la pandemia, pronto fue adoptada por el segundo país europeo con más casos detectados y número de muertes por habitante. Dura apenas 5 minutos, pero éstos son estremecedores.
En el barrio viejo en el que habito, en la pequeña ciudad de Castelló, las calles son estrechas y cortas. Somos pocos y aun así no nos conocemos. Algunos, que no la mayoría, tenemos la suerte de contar con un pequeño balcón de uno por dos metros que permite salir y participar del espectáculo. Otros lo hacen desde sus ventanas. Cada día esperamos con emoción la llegada de las ocho, porque al salir, desconectamos momentáneamente de nuestra confinada realidad y podemos vernos reflejados en los rostros de los vecinos. Casi todos van con pijama o chándal, las mujeres sin maquillaje o con un moño a medio hacer en la cabeza, ellos, con barba de cuatro días. Podemos elucubrar acerca de quién no ha tenido un buen día, quién se ha puesto las pilas y quien no soporta más a sus roomies.
Los primeros días lanzamos petardos y escuchamos emocionados la canción de Resistiré que la vecina del quinto piso de enfrente pone a todo volumen y que todos recibimos como un himno a la esperanza y la unidad.
Ya a mediados de abril los ánimos van decayendo, incluso hay días que de plano se nos olvida salir. Y es que en general, vamos encontrando cosas que hacer que nos llenan o nos conectan más con nosotros mismos. Pero el himno sigue sonando…
Los fines de semana va todo al aire. Al aplauso se suman las sirenas de las patrullas de policía, los vecinos de calles aledañas se agencian un potente equipo de sonido y ponen Mi gran noche de Raphael a toda castaña. La vecina del quinto de enfrente se ofende y sube un poco más el volumen. Los vecinos del tercer piso ya no salen y han bajado las persianas; a un vecino cercano le ha dado por poner reguetón; el mundo se acaba.
Para avivar la cosa, un partido político de ultraderecha protesta en el congreso frente a las políticas de Pedro Sánchez. Se pone creativo y propone hacer cacerolazos y apagar así los aplausos. Que nadie piense que se están haciendo las cosas bien en España. Como si meter cizaña política y separatismo sirviera de algo ahora. Los medios de comunicación destrozan la propuesta. Vale, pues lo aplazan a las nueve, que hay sitio para todo. Ahora suenan aplausos, música, después las cacerolas, más música, y la cosa se nos comienza a ir de las manos.
El pasado 26 de abril se permitió la salida de los niños menores de 14 años a la calle. Fue una iniciativa feliz que tuvo resultados agridulces, pues fueron muchos los padres que incumplieron las reglas de los tres 1: una hora, un adulto, a un kilómetro de casa. Las redes sociales estallaban en insultos mostrando fotografías de aglomeraciones, gente reunida en grupo, zonas muy concurridas, ninguna regla… esto marcaba el principio del fin del civismo.
“No hay honestidad”, “es un absurdo quedarse en casa”, “¿aplausos? vaya hipocresía”, “¿y estos van de patriotas a las 8? A mí no me ven más la cara”, los comentarios siguieron llenando los telediarios y despertando la indignación de las miles de personas que han seguido las reglas y que también tienen ganas de salir a la calle. Esa noche y los días siguientes se escuchan ya muy pocos aplausos en el barrio. Ya no hay himno, no se escucha a Raphael…
Para el 2 de mayo España declara la fase 0 de la desescalada. Ahora se permite salir a la gente a dar paseos o practicar deporte, a los adultos mayores y a los niños. Con restricciones horarias que por mucho que se repiten en los medios, a muchos se nos escapan. Pero hay un horario matutino y otro nocturno para que el grueso de la población salga a ejercitarse. El control de la policía en sitios públicos como plazas y parques es total y no hay miramientos para desalojar a la cada vez más relajada población de la ciudad.
Mayo 6, 8pm. Mi hija y yo estamos en el balcón intentando cortarle las uñas al gato. Ya no se ve tanta gente en los balcones. Para muchos también es la hora en que pueden salir a hacer deporte. Se ve cantidad de gente con deportivas, en grupo, hablando. Adultos mayores, gente paseando a los perros. La luz de muchos televisores se vislumbra por las cortinas de los departamentos.
Ya cada uno ha vuelto a habitar en su mundo. Se acabó la ilusión de comunidad. Los vecinos siguen de frente si te los cruzas por la calle, como si tantas noches compartidas no hubieran significado nada. Te sientes un poco usado, timado por la situación. Todo ha vuelto a la normalidad, hasta que sea requerido volvernos a encontrar.
*Exjefa de información de La gaceta de la Universidad de Guadalajara