Dislocaciones

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Siempre me han gustado las palabras en su soledad. Es así que pongo en ellas, bajo sus pies, una suave línea con punta de lápiz. Nunca con la tinta de los bolígrafos, y menos con el color chillante de los marcatextos. Cuando más me provocan las palabras con su soledad, es en los epígrafes. Y suele ocurrir que son estos epígrafes lo mejor de algunos libros. No diré cuáles son estos libros que son como lodo ensuciando la entera soledad de las palabras. Después de la podredumbre con que fueron confeccionados tales libros, es preferible guardar los epígrafes en alguna libreta y hacer de ellos un paraíso para descansar en esas frescas soledades, luego de tantas horas de reseco trabajo.

No me gustan las palabras que sólo sirven para encubrir deficiencias intelectuales. Son palabras de seres vacuos y pretenciosos, que sólo sirven con sus palabras para evidenciar el cadáver de ciertos pensamientos que, en otro espacio y en otra época, estaban llenos de vitalidad. Son una clase de palabras que hacen la función del reciclaje o que hacen recordar la mecánica repetición de los loros. Afortunadamente existe la música que permite borrar el mal sabor que dejan todos esos textos saturados de saliva de muchas bocas. Hervidero de resabios indigestos, fórmulas de Frankenstein oxidados. Prefiero el silencio ascético, y más todavía el sueño que entra a calmar la bestial desazón que surge cuando en un párrafo se dicen cosas tan irrelevantes como las que se pudren en los reality show.

Mejor que todo esto, busco el texto literario en el que subyacen los fondos del afuera textual con toda la superficie del adentro, en que los seres-semánticos se apresuran a tocar las puertas de la comprensión. No la comprensión como un comprimido vitamínico, sino la comprensión como un estado de dislocación en el que el yo habitual y cotidiano se asume en toda su contrariedad. Conjunción del afuera con el adentro, al mismo tiempo que distensión en lo ya sabido. De este modo, por la comprensión, padecería el poder que emana del error. Sería un error como el que dice Lispector en La legión extranjera: Un leve estrabismo del pensamiento.

Desde hace décadas los textos literarios me hacen la existencia menos predecible. En ellos la vida y la muerte son las dos realidades semánticas que cuentan y que me hacen experimentar los ritmos de la existencia en sus enigmas. Existencia, la mía, diferenciada apenas por los relojes de otro tiempo, y en un espacio donde saboreo cómo los pensamientos se van quedando solos en el fulgor de las páginas, solos en el silencio de los renglones azotados por el olvido. Son esos mismos libros en los que de vez en cuando llegan unas manos y unos ojos y hacen que las cosas ocurran de un modo extraño, incluso para los pensamientos que se habían cuidado de decirlo todo al ritmo de las palabras.

En otro tiempo leí mucha poesía. Fue en ella donde la fascinación por las palabras me condujo por caminos insospechados. Tal vez no fueron caminos, sino dimensiones llenas de un saber que me hicieron percibir todo el desconocimiento que habitaba en mí. Hoy mi desconocimiento es todavía mayor que antes. Pero hoy me perturba menos. Hoy la realidad del mundo ha cobrado dimensiones completamente matemáticas. Hoy la palabra está atorada en las babas de una bestia decadente y moribunda. Hoy es cuando más extraño a la poesía; pero no la de antaño, sino otra, una que tendría que pulsar el cordaje del futuro.

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