México, en el mundo del trabajo, ha cambiado drásticamente, pues las mujeres se han incorporado a un mercado laboral formal, pero fundamentalmente se han empleado en la informalidad.
Ambos son empleos segmentados y marcados por la desigualdad de las condiciones, prestaciones sociales, salariales y profesionales en relación a los hombres, lo que genera unas de las asimetrías más profundas dentro del complejo tejido social mexicano: la desigualdad salarial y laboral, lo que sin duda genera una de las violencias de género más profundas en la sociedad.
La economía feminista, precisamente, registra, evidencia y documenta cómo los varones tienen las mejores posiciones en el ámbito laboral, profesional y económico, son ellos los dueños de la propiedad privada y de los bienes de consumo duraderos, así como los directores de área y de empresas, mientras que las mujeres ocupan las posiciones más precarias y flexibles sin garantizar una posibilidad de mejorar en el mercado laboral.
La Organización Internacional del Trabajo (OIT), señala la promoción de la igualdad de género y el trabajo decente como respuesta a la crisis mundial y ha invitado a generar nuevas respuestas de políticas que favorezcan un empleo con igualdad de género.
Sin embargo, México ha llegado tarde a la agenda mundial de una economía feminista y con perspectiva de género. Desgraciadamente, las diferencias entre un género y otro en el mundo laboral son muy marcadas; como las investigaciones han revelado, las mujeres participan más en el mercado informal, sin prestaciones sociales, con bajos ingresos, entre dos y cuatro salarios mínimos, son quienes más trabajan en la subcontratación o el llamado outsourcing, son las trabajadoras agrícolas con bajos salarios.
Tampoco las mujeres están suficientemente representadas en los diferentes ámbitos profesionales del trabajo formal e informal y se ubican en empleos con estereotipos de acuerdo al género.
La crítica es fuerte, pues en México poco se ha avanzado en el tema en relación a lo que plantea la OIT, como implementar políticas públicas de igualdad de género en el mundo del trabajo y la economía, con la negociación y la adopción de planes de igualdad en el empleo, así como introducir programas neutros de evaluación de los empleos con respecto al género; proponer políticas con perspectiva de género en el trabajo, para detectar y eliminar la discriminación de género; disminuir la brecha salarial para aquellas que reciben un sueldo y alcanzar, en la medida de lo posible, la igualdad entre las mujeres y los hombres en todas las oportunidades en todos los niveles de la vida laboral.
El reto es mayor, pues se requiere integrar políticas en materia de género a todo el mercado de trabajo que generen indicadores medibles a corto plazo con mecanismos de referencia, programas, actividades y normas para promover la igualdad de género.
Al no cumplir con las normas internacionales sobre igualdad de género en remuneración, discriminación, ocupación, el compartir las responsabilidades familiares del cuidado entre mujeres y hombres, se antoja difícil pensar que nuestro país logre alcanzar los objetivos del 2030 de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) para disminuir las violencias.
Aquí se reconoce que existe un retroceso en las demandas de las mujeres en el mundo laboral que no favorece la forma de empoderar e impulsar la independencia para no generar co-dependencia económica con los varones. Las asimetrías son estructurales y se requiere de una política de vinculación y articulación entre universidad y mundo laboral que esté orientada a fomentar la perspectiva de género en las nuevas generaciones de universitarias y profesionistas, que incorporen dentro de su formación la posibilidad de involucrarse en un mundo laboral con paridad económica.