Lo del tiroteo del O. K. Corral en 1881, sólo fue el pretexto que dio cuerda a Camilo José Cela para escribir su novela Cristo versus Arizona. El pleito de los hermanos Earp, con John Doc Holliday de un lado, y los hermanos Clanton, además de los también hermanos Frank y Tom McLaury, del otro, terminó en una balacera de medio minuto, a la que apenas se le dedican algunas páginas. Pero sobre ello montó Cela un escenario desolador y confuso, con personajes determinados por su enferma y violenta condición humana, a tal punto infestados, que la depravación adquiere la más cotidiana normalidad: “Mi madre sabe una caricia especial, es algo fino, algo que reconforta y también estremece, cobra un poco más pero vale la pena, da mucho gusto, te coge el culo con la boca, te mete un poco la lengua y chupa fuerte […] Mi madre se lo hace al que lo paga, a mí me lo perdona […] Después sonríe […] se enjuaga con un poco de listerine y sigue trabajando en casa”.
Lo de que el 11 de mayo sea el aniversario del nacimiento de Cela, sólo es el pretexto que me sirve para hablar de esta novela que leyera por primera vez en los años noventa, que poco se conoce y a la que no se puede encontrar si no es hurgando con paciencia en las librerías de usado. Porque aunque la obra de este autor es extensa y variada, sólo un par de sus títulos son de los que usualmente hay memoria: La colmena y La familia de Pascual Duarte, por su pretensión de no estancarse e innovar en sus formas narrativas, como él mismo aceptó en una entrevista del programa A fondo, en 1976, de la televisión española: “Me plantee el problema de honestidad profesional. Cada novela ha sido una pirueta en el vacío. Yo intento abrir nuevos caminos. Ignoro con qué suerte, pero no dudo que con una gran honestidad”. Aun así, es Cristo versus Arizona quizá la más intrincada de sus novelas y con mayores complicaciones para el lector.
Sobre ello José María Paz Gago, en un ensayo sobre la novela, dice que muchos receptores se han sentido excluidos por la laboriosa empresa, y que incluso profesores universitarios, críticos e investigadores han encontrado que “el texto resulta difícil, duro y confuso”, una lectura “demasiado árida”. Continúa Paz Gago argumentando que Cela rompía con las convenciones de lectura, y que a pesar de ser calificada como una obra capital de la literatura en su propaganda de venta, suena exagerado –y como me dijo un editor, sobran los libros que pecan de anunciar lo mismo–, si es “tan audaz” que se adelanta a su tiempo. Pero sin duda, el atrevimiento de esta novela escrita en 1988, sigue vigente.
En más de doscientas páginas Camilo José Cela escribe un caótico y repetitivo monólogo, en el que el texto no tiene respiro ni mayores separaciones que las comas, y sólo el punto final detiene a tan delirante vómito de lenguaje, en el que cientos de personajes (631 de acuerdo a otro de los estudios de la novela), entran, salen y regresan en infinita obsesión. Huestes de atormentados o perturbados seres puestos en boca de un también sórdido personaje, que es el reflejo de los otros, y que él mismo declara desde un inicio su aturdida multiplicidad: “Mi nombre es Wendell Espana, Wendell Liverpool Espana, quizá no sea Espana sino Espan o Aspen, nunca lo supe bien”. La “infinidad de espectros repetidos” que son “tan idénticos en su modo cuanto diferenciados en su apariencia” de que nos habla Manuel Alvar, uno más de los desmenuzadores del texto, con que refuerzo mi imagen de ina-cabable eco, queda al fin y al cabo zanjada por el dicho de Cela respecto a toda su obra: “Probablemente hay muchos Celas. El individuo no es jamás un plano, sino un poliedro. No tenemos una doble vida: tenemos una múltiple vida”.
La compleja anormalidad del narrador de Cristo versus Arizona recrea, según un texto de Eduardo Ruiz Tosaus, una “atmósfera de monstruosidad”, un universo donde lo sexual está “amalgamado en el relato con la barbarie, la violencia y el crimen […] regido por los sin ley”, dice Paz Gago, y la cual se reproduce, se repite, como un mecanismo permanentemente atrofiado, que en medio de su continua y revuelta fragmentación (“Gerard Ospino me dijo, debes poner orden en lo que vas explicando para que la gente no se confunda, lo mejor es ir contando por muertos, yo le respondí, hablar es muy fácil pero poner orden en lo que se va diciendo ya no lo es tanto”, dice Wendell) adquiere cierta cohesión al estar hilvanada en todo momento por las advocaciones a la virgen María. Una compulsiva y blasfema letanía que borda la inmundicia, en una novela que como es común en Cela, rebosa de pericia y sarcasmo:
La letanía de Nuestra Señora es la coraza que nos preserva del pecado, yo digo mater divinae gratie y tú dices ora pro nobis, la hermana Clementina la del economato era muy misericordiosa, nadie debe vivir sin amor, cuando algún niño tonto estaba malo lo dormía meneándosela muy despacio, Zuro Millor el cholo de la mierda era un mentiroso, tu padre hizo bien en matarlo, el negro Parsley tenía el esfínter del ano machacado, le dieron mucho gusto, es cierto, pero acabaron borrándoselo, ¿usted sabe si es verdad que a Cristo le metieron pleito en Arizona?, no, no lo sé, a Cristo no le puede meter pleito nadie porque es Dios y Dios gana siempre, Cristo o sea Dios es más duro que Arizona, Pato Macario se entendía con niños y con animales mansos, gallinas, perros y cabras, mi nombre es Wendell Liverpool Espana o Span o Aspen y todo lo que escribo es verdad aunque a veces no lo parezca.