El destino de Olmedo

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Recreación se puede decir sobre esta obra de la madurez de Lope de Vega. Todos sabían el desenlace porque en ese tiempo era, si no famoso, sí conocido el cantar: “Esta noche le mataron/ al caballero/ la gala de Medina/ la flor de Olmedo”. Ya no había sorpresa final: la muerte del caballero, en el desenlace, era esperada. Viniendo de Lope, esta obra es irreverente por su concepción. El autor, como un pequeño dios, conoce el final de su personaje. Sólo quedaba hacerle la vida verosímil, y por qué no decirlo, que el espectador atestiguara como era llevado don Alonso, el caballero de Olmedo, a su fatal destino.

Lope fue poeta, dramaturgo, galán, secretario, amante, soldado, sacerdote. Antonio Gala suma adúltero. Faltó recreador. Y no en una obra sino en varias, valga Fuenteovejuna a manera de ejemplo.

Sabedor del destino, Lope va dejando pistas de la inminente muerte de don Alonso. “No os vais, don Alonso, a Olmedo,/ quedaos agora en Medina”; le dice su imaginación en voz de Inés, su amada, y apenas han transcurrido no más de ciento treinta y cinco versos iniciales; y es que en el camino que une a ambas poblaciones acontece el crimen.

Lope arma un triángulo amoroso: Inés, Alonso y Rodrigo, este último aceptado por su padre pero menospreciado por Inés. Se queja don Rodrigo: “Para sufrir el desdén/que me trata desta suerte,/ pido al amor y a la muerte/ que algún remedio me den”. Poco o nada tiene que hacer como pretendiente. Otro curso toma la relación de Inés con don Alonso: “…es de Medina la flor”, dice Fabia —la Celestina de la obra—, de Inés, así como don Alonso lo es de Olmedo.

En oposición al destino del caballero de Olmedo, los conocimientos, ahora definidos como precientíficos, hacen gala en escena. Fabia es la Celestina y la bruja. Lleva —se ejemplifica— carta de don Alonso a Inés, pero antes informa: “Muestra el papel, que primero/ le tengo de aderezar”. De aderezo, agregar algo que mejore el contenido. Se deduce que le agregará, quizá, polvos mágicos, o buenas vibras (se dice ahora) para lograr el objetivo. Antes, al ser presentada a don Alonso, le dice: “El pulso de los amantes/  es el rostro. Estás aojado”. Confirma por su auscultación, lo que el caballero había notado: “…de unos ojos procedió/ este amor que me encendió/ con fuegos tan excesivos”. Era creencia de la época (incluso era motivo de estudio) que la mirada de mujer era causa de esta enfermedad, el mal de ojo. Era válido el utilizar, como defensa o cura, procedimientos variados: rezos, amuletos, plantas medicinales, talismanes, etc. En consecuencia, Fabia era indispensable.

Pero el destino del caballero no sólo estaba escrito sino también cantado. El desenlace  del tercer acto es conocido. La palabra muerte se repite en toda la obra como un eco que lleva a participar de un conocimiento exclusivo de los dioses: cómo será el final de las creaturas. En la lectura no es tan contundente el cierre del primer acto como sí lo es en la representación. Fabia le dice a Inés: “Don Alonso ha de ser tuyo;/ que serás dichosa, espero,/ con hombre que es de Castilla/ la gala de Medina,/ la flor de Olmedo” (las cursivas son de Lope). Ella, la bruja, conoce el cantar y el destino, pero omite el inicio: “Esta noche le mataron”.

Don Alonso tiene un dueño, su destino. En la realidad escénica tiene libertad y desde ahí, su círculo de vida empieza a cerrarse. Inicia con un sueño que lo inquieta: la muerte de un jilguero por un azor que sale de un almendro. Su sirviente Tello, el personaje a lo gracioso de la tragicomedia, le aconseja: “Ven a Medina y no hagas/ caso de sueños ni agüeros,/ cosas a la fe contrarias”.  La última pieza se ha jugado.  De ahí para adelante la representación se desliza a lo conocido. Lope aprovecha para demostrar la justicia del rey y lo inoperable de las supercherías cuando todo está escrito.

Lope, hombre de su época, reafirma la creencia: el destino del ser humano está en manos de su creador y vanos son los intentos por modificarlos.

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