El egoísmo  y la fuerza del Estado

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Señalo en primer lugar como inclinación de la humanidad entera, un perpetuo e incesante afán de poder, que sólo cesa con la muerte.

Thomas Hobbes (1951)

Un excelente recurso para justificar acciones que ocasionan un daño a otros consiste en afirmar: “Lo hago por tu bien”. Esta fórmula es usada con frecuencia entre las personas que ejercen una relación jerárquica sobre otros, tales como los profesores, los padres, los médicos, los curas o hasta los “amigos”. Pero, ¿para quién es el bien pretendido? La madre que propina una tunda al hijo desordenado ¿realmente está buscando su bienestar o más bien pretende disuadirlo para que deje de enfadarla?, o el médico que se obstina en dar tratamientos inútiles a un paciente sin considerar su opinión ¿busca el bienestar del paciente o perpetuar su prestigio de buen galeno?

Una visión poco romántica de la naturaleza humana sugiere que los seres humanos somos unos animales egoístas, que buscamos nuestro bienestar y que las acciones de altruismo, compasión o solidaridad en realidad no tienen otra finalidad que ser un medio para perpetuar nuestras comodidades. En este sentido, las ideas del bien y del mal no son nociones abstractas venidas de otros mundos, sino sensaciones identificadas, respectivamente con aquello que nos provoca placer por oposición a lo que nos provoca dolor. Al ser el bien y el mal algo que se corresponde con lo que nos genera sensaciones agradables o desagradables, entonces resulta imposible hablar de una noción universal del bien o el mal, ya que estarían supeditadas a los apetitos de cada ser humano, que incluso en una misma persona llegan a ser diferentes en función de las circunstancias o el tiempo.

Probablemente el mejor exponente de la idea de la naturaleza egoísta del hombre fue el filósofo inglés Thomas Hobbes, quien ha sido considerado como el padre de la filosofía política moderna. Su obra cumbre lleva el nombre de El Leviatán por referencia a un monstro malvado descrito en la Biblia que es asociado con el Estado como una figura fuerte, poderosa y temida que doblega las pasiones humanas. La relación entre un Estado fuerte y temido con la naturaleza egoísta de los hombres parece justificarse en la teoría hobbesiana si imaginamos el desorden y destrucción que generaría un desenvolvimiento humano regido sólo por la pasión del egoísmo.

De una supuesta naturaleza egoísta se desprenden conductas en los humanos que los llevan a evitar aquello de les genera dolor o muerte y procurar gozar de los bienes comunes. Pero, a fin de conseguir sus objetivos, los humanos no se detienen en generar daños a los otros a fin de poder satisfacer aquello que consideran repercute en su propio beneficio. Por ello, en su origen, o como dijera el propio filósofo, en un “Estado de naturaleza”, los humanos se desenvuelven en una guerra constante de todos contra todos y, de perpetuarse esta guerra, conduciría sin remedio a la destrucción de la humanidad. Por ello se hace necesaria la creación de alternativas que controlen la destrucción y una de éstas es la creación de un Estado fuerte y temido: el Leviatán.

El Estado y las leyes surgen entonces en la voluntad de los hombres básicamente por el temor a ser aniquilados de forma violenta. El recurso es un pacto en donde la noción del bien y del mal es una potestad absoluta del Estado que se refleja en las instituciones y en la ley. Mediante dichos instrumentos, derivados de un contrato social, se pretende garantizar la paz y el orden social.

La visión hobbesiana del hombre y la organización social, aunque chocante ante las visiones románticas de la naturaleza humana, tiene referentes constantes en la convivencia social y mundial donde la amenaza al castigo o el amago de generar una guerra entre los individuos y las naciones regula y evita la destrucción de la humanidad. En este sentido el Estado con sus instituciones se presenta como un mal necesario que, cuando es incapaz de cumplir su función pacificadora, corre el riesgo de ser debilitado o destruido por el mismo pacto que le dio origen.

Cabe señalar que por cruel que pueda parecer la idea del origen del estado, la visión no necesariamente implica una tiranía. Nuestros reclamos en contra de los feminicidios, el crimen organizado y la corrupción tal vez sean el reflejo de este deseo porque se cumpla el pacto original por evitar la muerte violenta y compartir los bienes comunes. Por ello, cuando levantamos la voz en contra de la violencia en México, qué queremos: ¿Un estado fuerte y temido o un estado complaciente con las inclinaciones humanas?, o ¿este cuestionamiento es un falso dilema?.

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