El festín de la carne

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En la historia del arte, Baco ha sido una de las imágenes más socorridas. El vino y su representante divino recrean la exageración de lo humano a través del placer y de las cualidades alucinatorias del alcohol. A las celebraciones dionisiacas, griegas y romanas, así como a las ancestrales fiestas precolombinas, el cristianismo sumó la idea del pecado, la culpa y la redención a través del carnaval, como momento de jubilosa permisividad que antagoniza los celosos límites sexuales y la formalidad litúrgica de la cuaresma.
La celebración de la carne y las bacanales no sólo nos hacen pensar en el vino y la fiesta, sino también en los orígenes del teatro como el ritual que en su exceso, sale de sí mismo para hacer crecer lo que el hombre es y sabe de sí. Dentro de este desdoblamiento de la conciencia está inscrito el montaje de La fe de los cerdos, de Hugo Abraham Wirth, que es presentado en el Teatro Experimental durante los fines de semana de julio.
El trabalenguas “De generación en generación las generaciones se degeneran”, incluido en Gazapo (1965), la primera novela de Gustavo Sáinz, puede servir para introducirnos al mezquino e inmoral retrato de la violencia que contiene el montaje de La fe de los cerdos.
Elegida por el grupo Thespis Teatro, la obra trae a la escena de nuestra ciudad un pestilente fragmento de la furiosa descomposición social que hoy se vive en México. En el texto dramático el narcotráfico se convierte en el eje disparador de la maldad. Es la revelación del mal lo que enciende la cabeza de Fabián, personaje protagonista representado por el actor Humberto Armas. Fabián, un elevadorista adicto a la cocaína que cansado del abuso de su esposa Cathy (Diana Alvarado) y sus cuñados Bernie (Olaff Herrera) y Toby (Francisco Santiago), decide revertir su destino, que hasta el momento lo había condenado a vivir como víctima. La conciencia de Fabián se manifiesta como un grotesco travesti de labios y dientes enrojecidos. El actor Mario Iván Cervantes es Modesta, la sombra de carne con quien Fabián llora la incestuosa traición de su mujer. Al elenco se añade Imelda Sánchez, quien representa una doctora dispuesta a hacer una terrible transacción con Fabián.
El joven creador Hugo Abraham Wirth presenta en su texto dramático personajes sórdidos, hundidos en la mierda propia y la ajena. Su universo es el vertedero de aguas negras que la sociedad actual hace crecer a diario. A este ambiente de espanto se añade la apuesta escénica de Luis Aguilar, El Mosco, quien decidió correr el riesgo de subrayar los elementos decadentistas a través de una grosera exhibición de la carne.
Cercados por muros de piedra y andamios, los personajes caminan sobre cemento que poco a poco se convierte en lodo. Es de esta manera que rápidamente el foco de atención que supone la maldad manifiesta en la violencia del narcotráfico, cede su lugar a las náuseas y sensaciones desagradables semejantes. Si ya el contexto vital de las historias de cada personaje connota degeneración, la apuesta conceptual del montaje termina por retratar fielmente la inmundicia de un chiquero. El resultado es incómodo sin lugar a dudas. La decisión deliberada por destacar los de por sí tremendistas elementos que aparecen en la dramaturgia, consiguen al principio golpear la mirada del público con la agresión de la carne y la suciedad. Sin embargo, al poco tiempo, la insistencia en desnudos que buscan el asco, la aparición de lechones vivos, así como la cabeza congelada de un marrano, cuchillos, lodo y hasta improvisadas cucarachas, terminan por saturar al espectador.
Habrá quienes consideren esta respuesta como un acierto. Sin embargo, vale la pena cuestionar si la reflexión final del público tiene que ver con los asuntos que la dramaturgia denuncia, o los evidentes efectos que desde los años sesenta produce la escatología cuando se le lleva a escena.

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