Carlos Barba Solano*
En un artículo reciente publicado en el sitio web del Instituto Italiano para los Estudios Filosóficos, con un tono catastrófico, nostálgico y situado en una perspectiva francamente romántica sobre el presente y el pasado de la universidad y la enseñanza universitaria, Giorgio Agamben se lamenta por la inminente desaparición de los estudiantes y anuncia el agotamiento de su relación con los docentes, pronostica el final de las discusiones colectivas en los seminarios y el avance implacable de una barbarie tecnológica que nos atomizará y encadenará individualmente a la “pantalla espectral” de la computadora.
Con ese preámbulo inicia el filósofo aludido su réquiem para el estudiantado como una forma de vida en la que el estudio y la escucha de lecciones formaban una identidad colectiva, un descanse en paz para la vida en las aulas, los encuentros en los pasillos que permitían amistades y amores, que formaban intereses culturales y políticos, que promovían pequeños grupos de estudio e investigación que solían prolongarse más allá de las sesiones formales de todos los días, que alimentaban la socialización en otros espacios, como los cafés, las cantinas, las fiestas, las reuniones de amigos, la convivencia con los profesores.
Tras afirmar esto, para estar a tono de esta época que nos ha tocado vivir, Agamben hace pública el acta de defunción de las universidades, anuncia la muerte de una institución que ha durado casi diez siglos. Hay en su elegía un tono esencialista, que presenta a esta institución como algo intocado y precioso, heredado de generación en generación, preservado celosamente por un gremio de artesanos intelectuales.
Sin embargo, lo que falta en su alegato es una visión histórica y sociológica de lo sucedido en las universidades durante el siglo XX y lo que va del XXI, no aborda las diferencias entre distintos tipos de universidades, algunas elitistas y excluyentes, otras progresistas que abren sus puertas a la diversidad social, otras más de carácter público que han sido precarizadas por estados que no consideran que la educación superior sea un derecho que deba ser garantizado ni una apuesta que valga la pena, porque asumen que en un mercado global sólo los países ricos pueden pagar por la ciencia y tecnología.
Sobre el estudiantado hay igualmente una mirada bucólica, se le presenta como una comunidad pura, sin diferencias de clase, sin conflictos de género, sin educación de medio tiempo que deba terciarse con empleos de mala calidad para lograr mantener los estudios. Sin embargo, hay evidencias de que en muchos sentidos estas comunidades están cerradas para los pobres, de que hay estudiantados de sangre azul y otros de medio pelo, de que en muchos lugares no hay un acceso suficiente para las mujeres y de que en algunos casos sólo hay puertas de entrada para quienes forman parte de élites poderosas y aristocratizantes.
Entonces, ¿de qué estudiantado habla Agamben? ¿Del rebelde y contestatario de 1968, del reprimido por los estados autoritarios latinoamericanos, del competitivo y meritocrático de las universidades norteamericanas, del precario que en México opta por universidades “patito” porque no hay espacio para incluirlo en las aulas de las universidades públicas? ¿De cuál estudiantado nos está hablando?
Por otra parte, Agamben reconoce, mientras se lamenta, que las universidades actuales están lastradas por la corrupción y la ignorancia de los especialistas y que no vale la pena llorar por ellas. ¿Es así de sencilla la película? Sin duda, en la actualidad, hay numerosos temas negativos que cruzan a estas instituciones, algunas muy desagradables como la desigualdad, la desatención pública, su subordinación al mercado, pero no puede negarse que en muchas universidades suceden cosas muy importantes: se investiga, se difunde y se enseña el conocimiento científico, se contribuye a la formación democrática de los ciudadanos, se preserva un espacio público donde es posible el debate de las ideas y se protegen posiciones políticas e ideológicas incómodas para el poder, se construyen paradigmas críticos que desafían al capitalismo depredador, se teoriza y se realizan estudios empíricos de fenómenos naturales y sociales que ponen en predicamento nuestra propia existencia, y también se buscan soluciones para los grandes problemas de nuestro tiempo.
Si realmente estamos a punto de despedir a las universidades de la vida moderna, como afirma ese autor, sí que habría muchas razones para llorar. En mi opinión esto no es así, lo que ocurre es simplemente que estas instituciones no existen al margen del mundo social, al margen del mercado, al margen del poder, porque la vida social no existe fuera de la realidad, eso sólo puede ocurrir en los sueños de un pasado que tal vez tampoco existió nunca.
Para cerrar su artículo Agamben lanza un anatema incendiario: “Los profesores que aceptan —como lo están haciendo en masa— someterse a la nueva dictadura telemática y realizar sus cursos en línea son el equivalente perfecto de los docentes universitarios que juraron lealtad al régimen fascista en 1931”.
¿Es así? ¿Corremos en masa los profesores, como corderos que van al matadero, a someternos a esa nueva dictadura? Hay en este juicio un tono estigmatizante y muy conservador, un rancio olor a viejo, que recuerda al movimiento Ludista inglés del siglo XIX que buscaba romper las máquinas porque se asumía que destruirían el empleo. ¿Fue así?
No, no fue así desde luego, el empleo en ese momento era solamente una forma de sobrevivencia precaria que condenaba a los obreros a vivir al día, no era el salariado desarrollado un siglo más tarde que convirtió al trabajo en el principal mecanismo de integración social, acceso a derechos y a la protección social y el embrión de distintas formas de ciudadanía social y del Estado de bienestar.
Cabría preguntarse si estamos verdaderamente condenados a convertir a las universidades en unas máquinas infernales que enajenarán a los estudiantes y los convertirán en nuevos rebaños configurados individualmente para vivir mirando las pantallas de “nuevas cajas estúpidas”, como antaño fueron considerados los espectadores frente a los aparatos de televisión. Si así fuera estaríamos asistiendo a la muerte del pensamiento crítico y ofrendando nuestra subjetividad a un nuevo mundo tecnológico orweliano, en el que un renovado big brother operará en aulas online. Me parece que ese no es realmente el caso.
Para cerrar su oda al pasado Agamben incita a los estudiantes “que de verdad aman el estudio” a negarse a inscribirse en las nuevas universidades y preservar el pasado creando nuevas universitates, donde según afirma, podrá permanecer viva la palabra del pasado y nacerá una nueva cultura, cuya función única, me temo, será mirar hacia atrás para buscar algún sentido a una forma de resistencia que no intenta crear nada nuevo, ni más justo, crítico o democrático.
Esa mirada romántica agambeniana ha tenido ya repercusiones en México y ha abierto la puerta para algunas réplicas de su pensamiento. En un artículo reciente publicado en el periódico La Jornada, también disponible online, titulado “El estudiantado: ¿protocolo de una agonía?” Ilán Semo se pregunta si, ante las medidas de confinamiento impuestas por el COVID-19, el uso de las nuevas plataformas privadas online en las universidades de todo el mundo, para continuar de manera virtual la realización de clases, seminarios, congresos, conferencias…, acarrea el riesgo de convertir una solución de emergencia en un formato permanente.
Semo considera que eso es justamente lo que está empezando a ocurrir en universidades como Harvard y señala que las consecuencias de estos cambios para la educación superior son impredecibles. Sin embargo, a pesar de que reconoce que no sabemos cuáles serán los resultados de esa posible transformación, anuncia la agonía gradual de la universidad presencial como la conocemos. Puede ser que Semo tenga razón, la nueva normalidad podría sustituir la economía de la movilidad, que caracterizó a la economía global de los últimos 30 o 40 años, por una economía online que anuncia desempleo y más desigualdad. No obstante, antes de firmar otra acta de defunción, pero ahora desde México, hay una serie de preguntas que habría que plantear con la intención de poder incidir en sus respuestas.
¿Estamos realmente en la antesala del fin de todas las actividades presenciales en las universidades? O ¿entramos en una etapa de intermitencia que puede finalizar si, por ejemplo, se desarrolla y aplica una vacuna contra el COVID-19 de manera universal? ¿La universidad en línea necesariamente carecerá de alma, como piensa Semo y perderá para siempre su carácter crítico? ¿La nueva versión online de la universidad se pondrá de manera uniforme y sumisa a las ordenes de los poderes e intereses dominantes y se dedicará a formar a un nuevo proletariado?
Por una parte, es evidente que el carácter crítico de las actividades realizadas por las universidades no depende de que sus actividades sean presenciales o virtuales; por la otra, es necesario reconocer que en algunos casos desde antes de la crisis actual algunas instituciones privadas han sido diseñadas para formar cuadros tecnocráticos socializados en una ideología francamente neoliberal. Entonces ¿qué es lo que es necesario criticar? ¿Las modalidades a distancia o el acceso restringido a la educación superior o los paradigmas dominantes?
No parece que la única disyuntiva para las universidades sea su “visualización total” o la preservación del espíritu casi medieval del ethos universitario. En cambio, convendría preguntarnos otras cosas: si en un nuevo contexto que mezcla lo presencial y lo virtual es imposible el surgimiento de nuevas formas de socialización entre estudiantes y profesores o entre los propios académicos, que permitan continuar con las tareas de la universidad y que enriquezcan la vida de sus actores; si las modalidades online impiden la critica intelectual, la crítica a las políticas del Estado que dañan a la gente o a la ecología, la crítica a un mercado ciego y depredador; si las nuevas tecnologías pueden o no emplearse para democratizar a las universidades y pueden ser utilizadas para permitir el acceso a la educación superior de quienes, desde el siglo XX y de manera creciente, carecen una oportunidad real de acceder a una vida estudiantil y universitaria.
El dilema para preservar la calidad de la educación es tal vez: ¿qué tanto puede ser virtual? ¿Qué tanto presencial? En todo caso, sería prudente no ser muy pesimistas, en un contexto que invita a ello de por sí, porque la existencia de numerosas formas de difusión y de socialización virtual, en muchos ámbitos de la vida actual, no necesariamente ha implicado el fin del mundo real, ni ha condenado, a quienes los emplean, a ser lacayos del conservadurismo más abyecto, una prueba de ello son los artículos publicados on line por los dos autores que he revisado aquí.