La tarde en que J. O. Lotzin aterrizó en Guadalajara, a duras penas pudo reconocer a la ciudad en que había nacido 105 años atrás. Era el 14 de febrero de 2095, o por lo menos esa era la fecha que habría marcado el calendario gregoriano, si hubiese existido todavía; cosa que, como muchas otras, ignoraba por completo. Había tenido la cuenta de los días nada más como forma de nostalgia por la Tierra querida y abandonada.
Se acordaba todavía de esa mañana en que tuvieron que irse: las calles desoladas, las puertas de la catedral abiertas de par en par que dejaban salir el resplandor de miles de velas dolientes, algún que otro lamento o plegaria que llegaba desde los balcones de las casas de postigos atrancados. Perros y ratas en la calle se disputaban restos de la basura. Pero, como hoy, el sol brillaba, allá alto, imperturbable. El viejo Sol. Cómo lo había extrañado, se dijo observando su sombra, única figura humana en el yermo paisaje, parada donde antes se extendía el Paseo Alcalde.
Había sido en 2050, “Año del Gran Suspiro” y de la pandemia del virus Eno-V13. Pero pocos llegaron a saber que había tomado ese nombre. La gente se moría a racimos, el agua se racionaba a un litro al día por familia. EurChina acababa de ganar la guerra contra Trumpamerica, y la carrera hacia el espacio avanzaba sin parar. Las campañas de esterilización y eugenética intentaban contener el crecimiento demográfico, que había llegado a 23 mil millones de habitantes en el mundo, la mayoría de los cuales vivía en un millar de megalópolis a lo largo y ancho del planeta. El resto eran plantaciones de grandes multinacionales. Los tapatíos éramos, si no me equivoco, 35 millones, se dijo.
En 2045 empezaron los primeros viajes al recién descubierto Planeta Poe, el más cercano de la Vía de la Seda, paralela a la Vía Láctea. Presentaba características parecidas a la Tierra, pero no tenía mar, ni mucho menos sol; todo, día y noche, estaciones, calendario y humor, lo regulaban tres frías lunas de diferentes colores que se alternaban en el firmamento cada 35 Allan, algo así como doce horas. Para 2050 terminaría la Migración, y todos los humanos, o así estaba contemplado, se trasladarían al nuevo planeta.
Poe estaba poblado por una civilización mucho más avanzada que la de los terrestres, que los recibió amablemente, en un principio, para, a medida que avanzaba la migración, marginarlos y emplearlos en los trabajos más bajos. J. O. había tenido la suerte de casarse con una Poealliana de clase alta, Usher, lo que le había permitido subir en el escalafón social. Por eso, ya padre de dos pequeños poemanos y empresario reconocido, decidió emprender el largo viaje con su nave para regresar a la ciudad natal en el día del aniversario de su fundación, de la que, al igual que el resto del mundo, hace mucho que no recibía noticias.
Hoy de nuevo las calles estaban desoladas. Pero ya no tétricas como el día de su partida. Se esperaba un escenario de destrucción, de tierra quemada, apocalíptico. En cambio, la naturaleza había vuelto a apoderarse de su hábitat, y árboles, flores, plantas trepadoras y zacate recubrían el asfalto y lo que quedaba de las paredes de los edificios coloniales del centro. La Catedral era un bosque del que sobresalían las torres, que, contra cualquier pronóstico, eran las únicas que habían sobrevivido de la estructura original. En la punta del quiosco central, un pájaro de mil colores, parecido a un pavorreal, emitía un gorjeo cadencioso, como si fuera a convocar a reunión a su grey. Y ésta pacía a sus anchas donde antes no había más que carros, camiones, indigentes, negocios y gente atareada. Jabalíes, felinos, bisontes, zorros, aves y serpientes, todos convivían pacíficamente como en un Edén.
¿Estaré muerto?, pensó, ¿y habré llegado al Paraíso?
Luego, debajo de un arco de hiedra, que, calculó, correspondía a lo que antes eran los portales del Palacio del Ayuntamiento, vio algo similar a una figura erguida. Ésta pareció ocultarse por un segundo entre la vegetación, pero de inmediato volvieron a brillar sus ojos, como dos flores azabaches entre la maleza.
Se acercó, cauto, para no espantar lo que fuera ese ser.
—¿Es usted un humano?
Del otro lado se oyó un movimiento, los ojos parpadearon y luego parecieron mirar hacia el cielo.
—Tenía años que no escuchaba una pregunta tan tonta.
Entonces salió de entre la vegetación un señor anciano, muy erguido y de cuidada barba blanca, vestido con sombrero y traje claro de yuta, quien miró con algo de desprecio las ropas de explorador de J. O.
—Soy, con toda probabilidad, el último homínido habitante de la Tierra.
—¿Y cuántos años tiene? —preguntó J. O. Lotzin.
—Ya no lo sé. Era viejo en el año de la última epidemia antes de la Migración, y lo sigo siendo, aunque me siento mucho más joven que entonces.
—No entiendo, ¿por qué no se fue a Poe con todos los demás? ¿Cómo sobrevivió? —dijo, calculando mentalmente que ese hombre debía tener por lo menos 150 años. Él, gracias a la súper tecnología de Poe, había logrado rebasar los cien en plena salud, pero ese hombre lo había conseguido solo…
—Ja. ¿A qué iba? ¿A que me esclavizaran en un país sin sol? Yo ya tenía años encerrado en mi casa, sin saber nada de lo exterior, viviendo de mi huerta y mi pozo de agua secreto. Si me hubieran descubierto, era pena de muerte, ¿se acuerda?
Se acordaba bien. Nadie podía tener fuentes de comida o bebida privadas; todo lo había requisado el gobierno central y lo racionaba. La policía patrullaba las calles y se llevaba todo aquel que anduviera deambulando sin motivo. Nunca se supo qué pasó con esos “levantados” y desaparecidos.
—Había escuchado algo de la Migración, pero no me interesó. De repente, una mañana, se oyó algo así como un suspiro, como de alivio, aunque no parecía de origen humano.
“El Gran Suspiro”, pensó él.
—Allí entendí que los hombres ya se habían ido, y que la Tierra, por fin, respiraba.
Con un escalofrío, más placentero que nada, J. O. sintió como el sol empezaba a calentar su piel, derritiendo la película plástica en que la habían envuelto para “conservarlo”.
—Nos quedamos unos cuantos, no convivíamos mucho, nada más nos juntábamos porque un sobreviviente tenía un aparato del que recibía noticias del nuevo planeta. Pero ya se murieron todos, de viejos, y quedo nada más yo.
—Y los virus, las pandemias, el calentamiento global, la crecida de las mareas, el ozono… ¿Qué sucedió?
—En un mes la Tierra se curó. Sola, y nosotros con ella. Ya no conocimos trabajo, smog, enfermedades. Allá ahora ustedes son esclavos. El hombre busca siempre algo mejor en otro lado, sin darse cuenta de que, muchas veces, todo lo que necesita lo tiene al alcance de sus manos.
J. O. Lotzin entendió en ese momento cuál había sido el verdadero virus, la plaga que destruyó la Tierra. Regresó adonde había dejado la nave espacial, en el lugar en el que se levantaba antes la Glorieta de los Jaliscienses ilustres. Del único que se acordaba era de Juan José Arreola, allí parado observando las cúspides de la Catedral como si fueran los volcanes de su tierra. Añorando; como él.
Activó la autodestrucción de la nave y, mientras se alejaba con paso lento, escuchó el ruido de la succión que la aniquiló, sin estruendo ni humo, y ese fue, para él, el verdadero Gran Suspiro.