Fumar mata. Lo dice la publicidad antitabaco más directa; la más efectiva. Pero al igual que el alcohol y su máxima latina: In vino veritas, el acto de fumar va acompañado de revelaciones, de epifanías. Es un acto vital.
Una imagen, Jean Cocteau, el poeta-cineasta-pintor, con un montón de brazos: una diosa Kali con un traje barato… y debajo de la axila derecha una mano conduce un cigarrillo a su boca. Oliverio Girondo alguna vez lo llamó “el colibrí mecánico”. Cocteau se retrata como el hombre polifacético, múltiple, él mismo es arte, un ready-made que se oculta tras una máscara africana de humo.
El cigarrillo es una metáfora del devenir de conciencia y del hombre pentafísico del siglo XX. Aunque también tiene su perfil banal, no menos importante. Como lo escribió Guillermo Cabrera Infante en Holy smoke, “el puro, el cigarrillo y la pipa no sólo están presentes en la moda, sino que han hecho moda. No se puede concebir el siglo XIX sin el puro, como tampoco se puede concebir el siglo XX sin el cigarrillo”.
El fumar nunca había sido mal visto, sino hasta ahora. Ya lo dijo en el siglo XVII el categórico don Juan de Molií¨re: “No hay nada igual al tabaco –es la pasión de la gente decente y quienes viven sin tabaco no merecen vivir”.
Es un gesto lleno de carácter, puede ser altivo o seductor, denotar desprecio o condescendencia. Es una máscara que oculta otra máscara. Fumar tiene que ver con el ocio: es un ademán moderno.
Cuando Cristóbal Colón llegó a Cuba, nombró a los fumadores tribales “hombres chimenea”. Miedo le provocaron en un primer momento, pero el temor dio paso a la fascinación. Un poco de infierno en la garganta emanando de la boca en círculos perfectos. Ni Dante hubiera soñado tal prodigio.
Un dios fuera de la ley
El cine inmortalizó este acto simple pero poderoso. Toda una generación a partir de los 40 y 50 del siglo pasado intentó fumar como Humphrey Bogart. El cigarrillo pegado a los labios faculta la ironía con estilo. “Profesión”, le preguntan a Bogart. Éste mira con desprecio y con una mueca entre trágica y desentendida, responde: “borracho”. Todo gabardina, todo bruma, toda la tensión contenida. El cigarrillo es la línea perfecta, el diálogo ensayado.
Es una época en la que todavía no está de moda ser saludable. Un poco antes, en 1935, hasta Santa Claus hacía campañas a favor del cigarrillo, como lo demuestra un affiche de la época para la marca Lucky Strike. “Los Luckies son fáciles para mi garganta”.
Y todos contentos en pos del humo y de la sofisticación inherente. “Somos la generación del café y de los cigarrillos”, le dice un aguardentoso Tom Waits a Iggy Pop, en uno de los cortos de la película de Jim Jarmusch, Coffee & cigarettes. Un producto efímero para una civilización efímera. La misma música de Tom Waits no se puede entender, para uno de sus críticos, si se le separa de este vicio. “Su voz suena como si él hubiera estado añejado en una barrica de bourbon, colgado en una ahumadera y luego sacado a toda velocidad en un automóvil”.
Y si del cigarrillo como marca registrada se trata, imposible separar el gesto perpetuo de un enloquecido Hunter S. Thompson con su eterna boquilla amarillenta y el pitillo siempre en la comisura de una sonrisa maniaca. Ya fuera persiguiendo a los ángeles del infierno por todo Estados Unidos para un reportaje, o buscando el “centro neurálgico del Sueño Americano” en Miedo y asco en Las Vegas, este Dandy del Apocalipsis siempre se dio tiempo para inhalar el sagrado humo. “Se ve que toda cultura necesita un dios fuera de la ley, y creo que en este tiempo yo estoy en eso”, escribió el periodista gonzo en su autobiográfico Kingdom of fear.
El vértigo hasta las máximas consecuencias. La pregunta es si Hunter S. Thompson al volarse la cabeza con una escopeta (como Hemingway, otro gran fumador), tenía un cigarrillo entre los labios…
Los beatniks barbudos
Fumar pasó de ser un acto de sofisticación a una actitud irreverente y contracultural. Las mujeres comenzaron a fumar cuando Audrey Hepburn entornó su bello rostro con un halo de humo… y continuaron hasta el siglo XXI fumando, como lo hizo Marla Singer en la novela y posterior película, El club de la pelea. Con esos grandes ojos de asceta medio desnutrida y lúcida. No hay una sola imagen en la cinta en la que Marla no esté cubierta de una estela blanca ocultando un mundo espiritual, como una Beatriz posmoderna.
Del feminismo a la revolución sólo hay un paso. Cuando Fidel Castro y el Che Guevara entraron en La Habana el 1 de enero de 1959, se asemejaban más a unos jesucristos desarrapados que a un montón de héroes guerrilleros. El mismo Norman Mailer los identificaba más como unos “beatniks” que con soldados idealistas. Todo jirones, rostros sucios, barbados y el puro en la boca, en ese momento rebautizado como habano para la eternidad.
Un acto de libertad
Después del uso que Bill Clinton le dio a un puro, poco queda por decir del género. Perseguido e idealizado, hoy fumar parece un acto violento y antinatural. La misma cultura occidental que ensalzó durante siglos este vicio y que incluso lo convirtió en un acto de iniciación, hoy lo reprime y tipifica. La violencia parece venir ahora de seres ascéticos y saludables. La pesadilla de Anthony Burgess, de una horda de “ultraviolentos” con una sonrisa petrificada y de buenas maneras, parece más cercana que nunca.
A la crítica por la persecución de hábitos de consumo se añaden voces tan disímiles como la de Irving Welsh, el autor de la novela Trainspotting: “La sociedad inventa una lógica falsa y retorcida para absorber y canalizar el comportamiento de la gente cuyo comportamiento está fuera de los cánones mayoritarios”.
Cabrera Infante defiende el rito hasta el paroxismo: “fumar es una metáfora sobre los hombres y las modas porque es una actividad que sustituye a la realidad con algo tan irreal como el humo”.
Como colofón, una última escena de la película 21 gramos: se ve a un Sean Penn abyecto, enfermo del corazón pero fumando a escondidas en un baño minúsculo…
La autodestrucción también es un gesto de libertad.