El infierno soy yo

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Los epígrafes son una declaración de intenciones. El escritor Bret Easton Ellis (Los íngeles, 1964) cubre todo el espectro, de Led Zeppelin hasta Dostoievski, pasando por Hitler o los Talking Heads; las palabras que reciben al lector son el primer anuncio del penoso y al mismo tiempo excitante viaje que le espera. También las primeras frases de sus novelas son una hoja de ruta, tan simbólicas en la literatura estadounidense desde aquel “Llamadme Ismael” de Moby Dick. La primera frase de American Pshycho es una pinta en el Chemical Bank de Wall Street, que reza: “PIERDAN TODA ESPERANZA AL TRASPASARME”. Que es la misma advertencia que lee Dante al entrar al infierno.
Pero no adelantemos el viaje. Antes de este descenso al inframundo hubo novelas también polémicas y bien escritas (acaso no es lo más importante) que ayudaron a darle fama a este autor que escondía su genio detrás de una careta cínica. La primera fue Menos que cero (1985), un inmediato éxito de ventas que sorprendió sobre todo a su creador, quien contaba con apenas veintiún años y que según señaló en la novela –mitad autobiografía, mitad ficción– Lunar Park (2005): “la había escrito rápido, durante un colocón de ocho semanas de cristal en un cuarto de Los íngeles”. Es la historia de Clay, un joven universitario que regresa a su casa para unas vacaciones navideñas con su familia y amigos. Y aparecen los elementos salvajes que esperamos en “la novela para la generación MTV”, como la llamó USA Today: drogas, sexo duro, Sunset Bulevard, lentes Ray Ban, rubias perfectas, jóvenes apáticos y películas snuff. Entramos de golpe al confort de los años de Reagan. Un confort sostenido por la impostura, por la abundancia, por “las guerras de las galaxias”, por la irrealidad de la pantalla. Y Ellis lo narró, estuvo ahí, simplemente dejó que sucediera.
Y vinieron los dólares y los trajes Armani, y las bellas mujeres, y drogas de diseño y las fiestas (de graduación, era un veintiañero) con Madonna y Andy Warhol, Jean-Michel Basquiat y John McEnroe. Y otras orgías, incluso hizo alguna vez una invitación que decía “¡Porque es jueves!”. Y aunque vivía en Nueva York (en el mismo edificio que Tom Cruise) regresaba a Los íngeles cada vez que podía porque era su territorio, “un lugar donde podías comprar a los polis, un lugar donde podías conducir de noche sin luces, un lugar donde podías esnifar cocaína mientras te la mamaba una actriz de segunda fila” (Lunar Park).
Era un figurín adorado por la farándula y los medios. Bret Easton Ellis, como el Quijote, gozaba de la fama de sus propias aventuras. “El riesgo del oficio de convertirse uno mismo en espectáculo, a largo plazo, es que también acabes comprando una entrada”. Esto lo escribió Thomas McGuane, en Panamá, y es por supuesto, un epígrafe utilizado por Ellis.

Una oda a Whitney Houston
Aunque Menos que cero fue un éxito comercial y la piedra de toque del Zeitgeist en la era Reagan, no fue hasta American Pshycho (1989) que Bret Easton Ellis fue considerado un autor con una propuesta literaria trascendente. Y si las críticas fueron incluso más sarcásticas por ese recorrido siniestro del asesino-yuppie Patrick Bateman, los comentarios favorables de autores consagrados le otorgaron ese equilibrio esquizofrénico, tan propio de todo producto cultural americano. Mientras The New York Times publicaba una reseña con el titular: “No compre este libro”, Norman Mailer escribía en la revista Vanity Fair que American Pshycho era “la primera novela en años en abordar temas de hondura y oscuridad dostoievskianas: ¡cómo desearía uno que el autor careciera de talento!”. Pero no, el chico tenía talento y con 27 años había escrito una obra equiparable a Crimen y castigo.
Piensa Bateman, en una reflexión de su locura:

No tiene sentido tratar de definir lo que es la razón, el deseo. El intelecto no es la cura. La justicia ha muerto. Miedo, recriminación, inocencia, simpatía, culpabilidad, fracaso, dolor, eran cosas, emociones, que ya nadie sentía de verdad. La reflexión es inútil, el mundo no tiene sentido. Lo único que permanece es el mal. Dios ya no está vivo. No se puede confiar en el amor. Apariencia, apariencia, apariencia, era lo único en lo que se encontraba un significado…, en esta civilización tal y como la veía, colosal e irregularmente cortada…

La crítica (mala y puritana) se fue por el lado de que Ellis convertía a un asesino serial en un personaje chic. Pero en realidad Patrick Bateman tomó vida y se convirtió en un antihéroe que definía con su desesperación la nueva era de un mundo sin dioses. El Raskólnikov de Crimen y castigo es igual que Bateman, incluso después del asesinato, muestra algo de culpa. Su búsqueda de penitencia, su suplicio, es el último reflejo de humanidad que le queda a una civilización enajenada. “Yo tenía todas las características de los seres humanos –carne, sangre, piel, pelo– pero mi depersonalización era tan intensa, se había hecho tan profunda, que la capacidad habitual para sentir compasión, había quedado erradicada, víctima de un lento y decidido borrado” (American Pshycho). Bateman viola, asesina, descuartiza y en su mente escindida piensa en la nueva colección para caballero de Versace, en los zapatos Manolo Blahtik que le comprará a su novia, en la cena en Dorsia que nunca realizará, en el último gran éxito de Whitney Houston…
Pero el autor de American Pshycho no es un demente, ni siquiera es un nihilista. Como Dostoievski, su experiencia en el infierno sólo servía para construir el primer gesto de personajes que terminaban por tomar el control. Señala Ellis: “Lo que no le conté a nadie fue que escribí el libro sobre todo de noche, cuando solía visitarme el espíritu de ese loco, despertándome a veces de un sueño profundo conciliado mediante Xanax”.
Será que la confesión es válida, o sólo otra falsa pista para los que hurgan en las biografías más que en la literatura. Será Bret Easton Ellis que “Te imitas la mar de bien” como dice tu álter ego en Luna Park, por supuesto, en la primera línea de la novela.

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