Castellón de la Plana, España. Atípica. Así definiría la vuelta al colegio de una forma amable y sin mojarme. Aunque complicado está eso de no mojarse cuando se contempla perplejo el absurdo más absoluto, la ausencia de sonrisas en los niños al reencontrarse con sus amigos tras las vacaciones más largas de su vida; la alegría en los rostros de los padres al dejar a sus hijos a cargo de alguien más por unas horas y la de los trabajadores del centro escolar al retomar las rutinas educativas tras meses de incertidumbre.
El miedo fue un manto que lo cubrió todo, esa mañana del 7 de septiembre en Valencia.
Algunos niños, inocentes como son —y como deben ser—, corrieron a encontrarse con sus amigos, sólo para toparse con un saludo frío y desangelado y un “acuérdate de lo que te dije” en tono amenazante de sus progenitores por detrás de la oreja. A otros, ni siquiera se les permitió intentar tal acercamiento. La imagen de varias madres sujetando a sus hijos por los hombros para que no se mezclaran con el resto, lanzando miradas de desaprobación hacia aquellos que intentábamos quitarle un poco de hierro al asunto, ha quedado grabada en mi memoria permanentemente. En verdad, no era necesario señoras, el miedo en la cara de sus pequeños dejaba claro que antes muertos intentarían no reprimir sus sentimientos. Que en paz descanse la inocencia de los niños, su libertad y espontaneidad.
Y antes de seguir tengo que puntualizar que no hablamos de ser irresponsables, sino de esa delgada línea entre ser responsable y actuar desde el pánico, tierra en la que han acampado muchos desde hace tiempo. Sí, es una situación de respeto y cuidado, pero no de matar la infancia de los niños a base de gel antibacterial.
Dentro del colegio las reglas son duras, al grado de que no se les permite beber agua, ya que esto les ocasionaría “inseguras” visitas a los baños. Deben llevar mascarilla en todo momento, pero pueden retirársela para almorzar y comer, cosa que hacen dentro del aula y comedor respectivamente. Ambos sitios cerrados y en los que permanecen sentados sin respetar la distancia de seguridad.
La hora del patio ya no es tan divertida como antes. Se les ha recortado el tiempo al aire libre (para compensar el tiempo que pasan almorzando en el aula), y sólo pueden mezclarse con niños de su propio grupo. Los pequeños de hasta ocho años son grupos “burbuja” o de convivencia estable (GCE).
Escucho a algunas madres comentar entre ellas como sus hijas que están en distintos grupos pasan los recreos hablándose a gritos a través de una raya pintada en el suelo, como si se tratara de un muro infranqueable en una dictadura militar.
El gel de manos se les suministra en todo momento y en grandes cantidades. Al entrar a clase, antes y después de comer el almuerzo, para ir al baño y al salir, antes de bajar al patio y después de jugar, antes de entrar al comedor, después de comer. Y esto es solo ahora en jornada reducida, que a partir de octubre acudirán tres horas más al colegio y se les caerán las manos.
La profesora lleva cubrebocas todo el tiempo, aun cuando está lejos, muy lejos de sus alumnos… a saber lo que alcancen a escuchar los de las filas de atrás. Sí, han abierto una ventana en el aula, pero la puerta la mantienen cerrada, así que el aire básicamente no corre.
Los protocolos para cuando alguien enferma son tan largos que creo que ningún padre se los ha leído completos. Sabemos que en caso de presentar síntomas, el niño quedará aislado en un aula bajo la estricta supervisión de su tutor hasta que alguien pueda ir a recogerlo. Imagino que sonará una alarma y el niño quedará permanentemente marcado. Algo así como un bullying sanitario.
El miedo que tenemos los padres es insuperable. Pero no al coronavirus, sino a que el niño coja frío y vaya a darle una fiebre pasajera o se le ocurra toser en clase. Si lo confinan a él, ¿quién lo cuidará?, ¿aislarán también a los padres?, ¿y el trabajo?, ¿te pagarán la baja si enfermas?, ¿hasta dónde llega el hilo de contagios…?
Cuando salen del colegio, los niños van a jugar a la plaza, acuden a sus actividades extraescolares de siempre o acompañan a sus padres a tomarse una cerveza al bar, donde todos los clientes van sin cubrebocas, o van todos juntos al estadio de futbol el fin de semana y comen con toda la familia. Pero tranquilos que ahí no pasa nada: eso sí, seguir manteniendo los parques cerrados, que el aire libre se ha vuelto peligroso.
No queda clara la transformación del sector infantil, que pasó mágicamente de ser pequeños contagios con patas en abril a ser casi inofensivos en septiembre. ¿La diferencia? Tal vez contemplar un regreso a clases sin abonar un céntimo más al sistema de educación pública.
¿Y desde cuándo no se nos permite discernir, reunir argumentos y debatir? Ahora, dentro de un régimen arbitrario, los pocos que intentan razonar son señalados, lapidados. Ahí tenemos a Médicos por la verdad. Pero creo que queda mucho por decir cuando a los niños se les continúa privando de las libertades más elementales en horario escolar mientras a los adultos se les permite hacer prácticamente de todo. Un sinsentido que se ha hecho largo y que aún tiene para rato.
En la Universidad en la que trabajo, todo es caótico, algunos cursos mezclan clases virtuales con presenciales durante el primer semestre; blended es el color del otoño. Los profesores confiesan no saber muy bien qué hacer en caso de presentarse un caso de Covid en el aula. Tienen que trabajar más aún para preparar sus materiales online y para intentar retener la atención de los jóvenes millenials ya de por sí dispersos.
El programa Erasmus ha reducido en un 60% sus estancias de movilidad. Salen y vienen menos estudiantes. Los administrativos van apagando fuegos como pueden. Intentan adaptarse a un estado que tampoco garantiza ser permanente. “A todos nos ha venido grande esta crisis”, escucho decir, pero ya es momento de ponernos a prueba.
Mara Marcelli/ Colaboradora de La gaceta de la Universidad de Guadalajara