La decadencia de Estados Unidos como país, su desplome como una nación que no ha dudado en sacrificar la individualidad del americano por erigir una identidad como masa compacta y cosmopolita, Philip Roth (Newark, Nueva Jersey, 1933), como judío, la presenciaría a través de los años desencantados de su adolescencia, juventud y continuaría en su adultez, condimentada por su mirada extranjera. La familia de Roth, proveniente de la Europa fragmentada posterior a la Primera Guerra Mundial, se instaló en Newark, Nueva Jersey, un barrio industrial venido a menos en la década de los desastres y trastornos públicos (los 60), en que al final, como tragedia última, sobrevino la guerra de Vietnam.
Y crecería, entonces, como un judío estadunidense, un judío más de los millones que conformaron esa larga estela de la Diáspora: perseguidos por sinrazones y que se las ingeniaron una y otra vez para hallar un lugar donde vivir. Un judío norteamericano, con todo lo que ello comportó en aquel momento y con lo que sigue significando en la actualidad. Nudo existencial, conflicto que se adelantaba a la tesis que el filósofo Samuel P. Huntington, en su ensayo “¿Choque de civilizaciones?” (Foreign affairs, 1993), sentenció: “Las grandes divisiones del género humano y la fuente predominante de conflicto van a estar fundamentadas en la diversidad de culturas”. Y Huntington no se refería sólo al pueblo judío, sino a todo inmigrante invasor de la gran América.
En la declaración de independencia estadunidense se habla de que el americano tiene derecho a “buscar la felicidad”. Y por americano se entiende el que habita América (Estados Unidos por más señas). Mas de esa insana pretensión se queja precisamente el protagonista de En busca de la felicidad (Gabriele Muccino, 2006) –ambientada, vaya paradoja, en escenarios neoyorquinos–, filme que bien pudiera tratarse de una parodia de la Newark de Roth: ese estrecho e irrespirable cubículo en la gran oficina que es Nueva York, cuyo escritorio central lo ocupa la gran Manhattan y su emporio indestructible. Ahora quizá ya no tanto, tras la caída de su emblema mayor: las Torres Gemelas. El flanco fue descubierto.
En todo caso, no hay felicidad posible, sólo un instante de suma emoción, parecido a eso que llaman felicidad. Y los personajes de Roth (Nathan Zuckerman, David Kepesh, Peter Tarnopol, Seymour Levov –el Sueco–, Philip Roth y Alexander Portnoy, sobre todo estos seis) ejemplifican ese estado de permanente zozobra e incertidumbre en que un país va dosificando la alienación (esfuerzo y trabajo no sólo allegan dinero, sino riqueza) y la tragedia a sus habitantes, a los que coloca –bien posicionados eso sí– en un estatus sobrio y no carente de higiene, a cambio de una felicidad salida de una comedia escenificada en Broadway: montaje fantasioso, pero al fin y al cabo tremendamente infeliz.
De ese cómico patetismo y honda ironía, a la vez que desencantada y mordaz, están pobladas las páginas de las novelas de Roth, quien no engaña a nadie al respecto: “…para un narrador, sentir que realmente no vive en su propio país, ya sea el representado por Life, ya el que experimenta cuando cruza la puerta de su casa, debe de parecerle un grave obstáculo profesional”, reflexiona en el ensayo “Escribir narrativa norteamericana” (Commentary, 1961). Es decir, ha estado atareado analizando, describiendo y luego haciendo creíble la realidad que lo rodea. Si la nación se viene abajo es porque el hombre, antes, se ha abalanzado en una pendiente decadente.
El judío de la lengua suelta
El sexo (su práctica o tan sólo su evocación) es una de las claves para trazar el mapa de la literatura de Roth. A través de él sus personajes (sobre todo el escritor Zuckerman, el profesor Kepesh, el autor Tarnopol y el vigía moral Portnoy) se rebelan contra un mundo estadunidense acartonado y timorato, o mejor dicho, contra un universo judaizante y profundamente religioso, tendiente desde siempre al conservadurismo y el silencio. Al fin, los descendientes de Israel son el primer pueblo, la comunidad elegida por designio divino, y como tales se comportan.
Tras su primer libro, Goodbye, Columbus (1959), que incluyó una novela corta y seis relatos y Deudas y dolores (1962), Roth publicó El mal de Portnoy (1969), en el que explora una lúcida e irónica visión, despiadada y cómica a la vez, de las costumbres y psicología judías, y de la sacralización y descenso a los infiernos del sueño americano. Si en Goodbye, Columbus se habían insinuado, aquí están presentes ya del todo los temas a los que volverá una y otra vez en su narrativa posterior: el (temprano) ejercicio de la sexualidad, el mundo judío y los contratiempos y bondades de la vida de un semita en esta nueva tierra prometida.
Alex Portnoy es un judío que crece bajo la densa vigilancia de su madre y el afán moralizante y ejemplarizante de su padre, y siendo adulto manifiesta una obsesión abrumadora por el sexo. Esto, curiosamente, según el mismo Roth, obedece a que aspira así a la salvación (salvarse de sí mismo). Pasión y lucha con su conciencia están en el centro de su conflicto, porque salvarse a uno mismo, desde cualquier frente o parapetado en toda trinchera, resulta la aspiración más alta. Y Portnoy eso anhela. Pero, vaya paradoja, sus pasiones y filias obscenas no le impiden convertirse en un vigía moral de la ciudad (subdelegado de Igualdad de Oportunidades de la ciudad de Nueva York, cuya tarea se basa en dar a conocer y hacer respetar controles éticos en el comercio). El juego de la máscara que justifica y alienta: “…desmadrarse en público es lo último que se espera que haga un judío. No lo espera él mismo ni su familia ni los demás judíos ni la más amplia comunidad de cristianos. […] No se espera que haga un espectáculo de sí mismo, ya sea soltando la lengua o soltando su semen, y ciertamente no soltando la lengua acerca de cómo suelta su semen”, escribió Roth en el ensayo “Imaginar a los judíos” (The New York Review of Books, 1974).
Pero, ¡eureka!, esto no es exclusivo de los judíos: constituye una constante en la cultura popular estadunidense, y de ello, aunque veladamente, también hace referencia el autor de Operación Shylock (1993). Roth se vio entre la espada y la pared: a raíz de Goodbye, Columbus, la comunidad judía lo acusó de antisemita e incluso de odiarse a sí mismo; y estos pareceres arreciaron tras la aparición de El mal de Portnoy. En entrevista, el autor salió al paso de este modo: “…siempre me ha satisfecho la buena suerte de haber nacido judío… Es una experiencia complicada, interesante, moralmente exigente y muy singular” (The New York Review of Books, 1969).
Si el desarraigo y el acomodarse a lo que traen los tiempos es una batalla diaria en un migrante, en un inmigrado judío en la América del Norte constituye una odisea homérica: deslumbrado ante ese vasto territorio en que los sueños tienen distintos precios, se percata que el más costoso es la aspiración desmesurada de pertenecer a lo americano. Mimetizarse: América para los americanos. Y Portnoy paga un alto precio: su enfrentamiento interno –desea ceder y ser malo– contra su figura pública –vigía moral– lo conducen a una especie de delirio emocional e intelectual: esa triste postal del estadunidense medio que no aspira a nada de lo que no pueda obtener. Ante su psicólogo (el libro todo son flujos de conciencia, un largo monólogo del protagonista en el diván del profesional), Portnoy expresa: “¡Doctor, esas gentes (sus padres) son increíbles! […] ¡Esos dos son los más grandes productores y envasadores de culpabilidad de nuestro tiempo!”. Y al referirse a sus padres, alude, en suma, al pueblo judío, a sus mecanismos de poder (la religión y sus ritos) y a sus herencias lapidarias.
“Si la narrativa judeonorteamericana –escribe José María Guelbenzu en El País– se funda en dos escritores”, Isaac Bashevis Singer y Henry Roth, y a esa propuesta se alinearon otras plumas judías: Norman Mailer, Saul Bellow, Bernard Malamud y el mismo Philip Roth, este último adoptó como maestro al también judío Franz Kafka. Y más aún, heredó de él su negra comicidad. Si Gregorio Samsa, tras de una noche de sueño intranquilo, amanece un día convertido en un repulsivo insecto en La metamorfosis, Philip Roth, mediante el profesor David Kepesh, experimenta la sensación de verse un día con la figura y consistencia de un pecho de “una mujer de setenta kilos”, en El pecho (1972): una alegoría de tintes kafkianos que aborda, con suma complejidad, el tema de la sexualidad y su tratamiento. Lo desaforado vuelto comicidad homicida mediante una seriedad que no está lejos de provocar risas: el tabú convertido en tapete para pisotearlo. Kepesh también protagonizaría El profesor del deseo (1977) y El animal moribundo (2001).
Se dinamita el sueño americano
¿Qué es lo americano? ¿Se trata de una idea (de libertad espiritual, vida y justicia) o de la pura domesticación de esa misma idea? En el Destino Manifiesto se ensalzan las virtudes de los ciudadanos y las instituciones de Estados Unidos, la misión de extender el espectro de dichas instituciones a otros territorios (“hizo Dios al hombre a imagen suya” o lo que pareciera ser lo mismo: Estados Unidos hace a otras tierras a su imagen y semejanza), y la certeza de que Dios los ha designado para tal tarea de homogeneización y potestad sobre otras tierras y, por consiguiente, de sus habitantes. Tal cosa es lo americano, que deja atrás lo puramente indígena y domestica un campo agreste y habitado por los no temerosos de Dios. Ello aglutina, además, esa cacareada libertad y esa noción de justicia cuyas influencias han sido rumiadas y masticadas a lo largo de los últimos dos siglos, en aras de una ideología que devino adoctrinamiento y ha justificado guerras e invasiones.
Si la idea que subyace en la escritura de Roth es que el lector perciba la invención “como una realidad que puede entenderse como un sueño” (The Paris Review, 1984), el sueño o quimera entonces puede presentarse cualquier día como una realidad insoslayable, imposible de evadir y pasar por alto. Roth, mediante una perplejidad desatada y una furia dosificada, se encarga de echar abajo ese bicho raro y prestigioso: el sueño americano. En Pastoral americana (1997) aborda el desmoronamiento de ese sueño, su decadencia y, al fin, su pasmosa finitud, a través de Seymour Levov, el Sueco, quien procede de una familia judía asentada en Newark, cuya fortuna y buen nombre les viene de la fabricación de guantes: el credo personal del Sueco se basa en el apego a la historia norteamericana y a los beneficios que se desprenden de todas esas bondades que provee el vivir en ese suelo bendito de América.
No obstante que Seymour aprendió a vivir mediante renuncias y atento a las migas que botaban de la mesa capitalista, su caída fue tan estrepitosa y en un agujero tan profundo que no pudo siquiera protestar, no supo cómo su hija Merry, a la que nada le hace falta y que va por la vida convencida de sus filias antibélicas por la guerra de Vietnam, coloca una bomba en un despacho de correos y provoca la muerte de una persona inocente. Ahí se dinamitó el sueño americano del Sueco, ahí estableció contacto con “¡lo demencial… (de) la historia norteamericana!”
El Sueco Levov, con todo (su hija desquiciada, la infidelidad de su mujer, su hermano Jerry le da la espalda y, en general, el caos en que se convierte su vida de la noche a la mañana), se apega, como si siguiera un manual punto por punto, a ese largo testamento de los judíos asentados en Estados Unidos, que aboga por la perfección: esa línea trazada por las aspiraciones (american way of life), aparejada con una religiosidad estricta e impositiva, renunciando incluso a las convicciones propias. Y justo ahí, en esa ceguera, tal como se lo dijera Jerry, cavó su propia tumba: “¿Querías ser… un verdadero tipo emprendedor norteamericano con una hermosa niña gentil en los brazos? ¿Ansiabas pertenecer como cualquier otro a los Estados Unidos de América? […] Ahora tienes la realidad de este país ante las narices. Con la ayuda de tu hija estás tan metido en la mierda como un hombre puede estarlo, en la auténtica mierda demencial norteamericana. ¡La América afectada de locura homicida!”.
Philip (Roth) y la conjura de Lindbergh
Y ¿qué es América? ¿Un continente entero o un país que se arroga tal nombre en detrimento de la idea de independencia e individualidad? En Extraños en el paraíso (1984), Jim Jarmusch juega con la posibilidad de la tierra nueva: el agreste y despoblado reverso de América como unos brazos abiertos, como una vastedad ofrecida al que sea capaz de tomarla. No sólo la ciudad, sino también el campo es una mina. Para todo inmigrante, llegar a un país desconocido supone la renovación de un horizonte que, quizá, lo rechace, no lo quiera allí o más aún, haga todo lo posible por expulsarlo.
En La conjura contra América (2004), que vino después de El teatro de Sabbath (1995) y La mancha humana (2000), el personaje principal es un niño llamado Philip, con apellido Roth, que da cuenta de la vida de los judíos en una Newark que se debate entre el abandono forzado de judíos hacia otras tierras (el síndrome persecutorio de que la Diáspora no acabará nunca). La conjura… es una especie de relato verídico entremezclado con un universo ficcional en el que llega a la presidencia de Estados Unidos el piloto Charles A. Lindbergh, un antisemita declarado: fue condecorado por Goebbels, la mano derecha de Hitler. Con todo este montaje de Roth busca evidenciar ese síndrome de persecución. De la presidencia, antes ocupada por Franklin D. Roosevelt, un amigo de los judíos, surge ahora la sombra del nazismo pegada a sus talones. Y ven entonces desmoronarse los muros que hasta entonces los habían protegido; no los muros propios de un ghetto, sino los muros de sus más sanas aspiraciones sembrados en las llanuras americanas.
“Cada mañana, en la escuela, juraba fidelidad a la bandera de nuestra patria. […] Celebraba con entusiasmo las festividades nacionales, sin pensar dos veces en mi afinidad con los fuegos artificiales del 4 de Julio o el pavo de Acción de Gracias, o… el día en que se decoran las tumbas de los soldados. Nuestra patria era Estados Unidos de América. Entonces, los republicanos proclamaron a Lindbergh candidato a la presidencia y todo cambió”.
La obra de Roth abarca ya 26 novelas, un libro de relatos y dos volúmenes de memorias, y su pluma parece no cansarse todavía. En ese ensayo de Commentary, de 1961, se cuestionaba, a propósito de la escritura comodina y sin compromiso de muchos autores norteamericanos, “¿Por qué, en nombre de Dios, el escritor está complacido?” Nada de complacencias ha sido su actitud y su credo personal en el ejercicio literario, porque, como lo señaló en su entrevista a The Paris Review (1984): “Para mí escribir no es algo natural que sigo haciendo, a la manera en que los peces nadan y los pájaros vuelan. Es algo que hago bajo cierta clase de provocación, un apremio particular”.