La zona de San Juan de Dios históricamente ha estado marginada social y económicamente, y dedicada al comercio carnal —ya sea visual o de facto— y a los locales que en torno a ello ofrecen placeres o distensiones. Sin embargo, existe un periodo que va desde finales de 1930 a principios de 1980, en que se dio el mayor auge de la zona con el fenómeno de los cabarets, los cuales han dejado una huella en el pasado de Guadalajara, y que, para bien y para mal, son parte de la identidad y pertenencia de los tapatíos, aun cuando el discurso oficial, gubernamental o académico los trate de soslayo.
Este es el tema de un estudio de más de seis años que realizó Bogar Armando Escobar Hernández, investigador del Departamento de Geografía y Estadística, del Centro Universitario de Ciencias Sociales y Humanidades, y sobre el cual dictó una conferencia la semana pasada en el Centro Universitario de Tonalá.
Para Escobar Hernández, pese al menosprecio dado a esta parte de la ciudad y a la que ha sido —quieran o no— su vocación, “nunca ha habido otro mundo de vida con esa intensidad y particularidades, y difícilmente se volverá a ver”. Y advierte que dejando de lado las pulsiones o los vicios, cantineros, meseros, clientes, ficheras “no son monstruos ni ángeles, sino seres humanos que intentaron sobrevivir en un contexto determinado, y con cierto nivel económico y educativo, dentro de circunstancias difíciles”.
Más allá de críticas, para explicar el asunto, “intento mostrar al ser humano, y lo que encontré fue algo complejo, en el que cada actor jugó sus piezas, y en ese esfuerzo creó una alternativa lúdica para la población tapatía, y para quienes acudían de fuera”.
El lugar se convirtió en un referente, porque permitió una laxitud social, y así, incluso fue acuñada una frase popular hacia la década de 1960, recordada por Escobar Hernández, la cual dice que “la virtud lleva a Dios y el vicio a San Juan de Dios”.
Tal dicho no hace sino sintetizar la ideología tapatía y su doble moral, dice Escobar Hernández, pues ahí se encuentra su “visión maniqueísta de la realidad”. Por lo que “para entender a la Guadalajara verdadera a través de la historia, hay que voltear a estos segmentos desaparecidos, que en el registro histórico no están. Se ha dado un borrón de un plumazo, como si nunca hubiera pasado nada”. Al querer ocultarlo se olvida que, “sin satanizar o ensalzar, se debe entender que finalmente toda la trama urbana, con los individuos que la componen, tienen nexos con todos los espacios y éstos permanecen porque tienen una demanda y una función”.
Este universo tapatío, en el que se dan las historias sórdidas, pero también algunas de “solidaridad” entre sus más sufridos intérpretes, es “un espejo de lo que somos y no queremos aceptar, de nuestras problemáticas sociales. San Juan de Dios siempre ha sido depauperado, sin condiciones educativas, culturales y económicas. Su gente sobrevive como puede, y es un referente de lo que estamos viviendo como país, porque el problema de fondo está en la injusticia y la corrupción”.
Escobar Hernández señala que San Juan de Dios “no ha sido lo que es por gusto, sino incluso por obligación”, y recuerda cómo durante el porfiriato, mediante un decreto se dio al lugar la categoría de zona roja, que aunque después le fue retirada, nunca la perdió en los hechos.
Lo que sí desapareció fue el sentido original de los cabarets, donde lo mejor “era la variedad, y donde artistas de talla nacional o internacional llegaron a presentarse, pero dejaron sólo el consumo de alcohol y la trata de blancas, que persiste, en contra de lo que dice el discurso oficial”.
Si en esta parte de la Calzada Independencia son posibles estos hechos, ello tiene que ver también con la separación histórica y discriminatoria de la ciudad, porque “estos nichos urbanos” han sido relegados y aislados de otros sectores de la población, y así “este trato los ha inducido a que tomen estos comportamientos de vida”.
Del escrutinio y análisis de este fenómeno social en la ciudad, queda la riqueza de los nombres de algunos de los míticos cabarets tapatíos, como “El uno, dos, tres”, “El sarape”, “La luna de miel”, “El bambi” o “La rata muerta”, entre otras joyas de la idiosincrasia sanjuanera. Uno en especial, llamado “El movimiento alteño”, era extraoficialmente conocido como “El otro mundo”, porque la gente entendía que traspasado su umbral, entraba a otra realidad, “donde ellos ya no eran los marginados, sino los protagonistas”.