En la esquina de las calles Morelos y 27 de Septiembre, en San Martín Hidalgo, aún es posible observar una docena de agujeros de balas, repartidos entre la pared de una casa y una cortina desvencijada. “Algunos los taparon. Los otros siguen allí desde entonces”, comenta a pocos metros del lugar una mujer de cabellos canosos, que en la penumbra de su tienda parece resguardarse del calor del mediodía y del incómodo recuerdo. Porque esos orificios son una herida abierta en la memoria colectiva de este pueblo de la zona Valles de Jalisco: huellas de una ausencia incómoda, que cada uno de sus habitantes reconoce.
“Ese día la refriega se escuchó fuerte. Parecía como una moto de esas ruidosas”, continúa explicando la comerciante. “No sé cuánto duró. Estábamos asustados. Al rato salimos y vimos la camioneta acribillada”.
En el pueblo todos saben quién era el destinatario de la lluvia de plomo. Amable aunque recio, trabajador incansable y agricultor experto, padre exigente pero cariñoso, “de carácter” mas no grosero, héroe soñador. La gente describe a Casimiro Zárate Guerrero usando paradojas, como con los personajes que no se olvidan. Pero hay algo en que coincide la mayoría: que vivió para su pueblo. Y por su pueblo también murió.
El 30 de octubre de 2012, en esa esquina, a 20 metros de donde vivía, fue masacrado con casi 200 disparos de armas de grueso calibre, un mes después de que, a los 75 años, asumiera el cargo de director de Seguridad Pública de San Martín Hidalgo.
“Murió como un mártir, para proteger a su comunidad del peligro que está corriendo”, dice convencido don Santiago, dueño de un comercio del lugar. Tenía un ideal: salvar a los jóvenes del narcotráfico, pero no midió hasta qué punto éste estuviera arraigado y poderoso en la región. “Pensó que iba a lograrlo”, agrega el hombre, que fue amigo de Casimiro desde la juventud, “pero a cierta gente que se sintió amenazada, eso no le gustó”.
Zona caliente
Al llegar a San Martín Hidalgo en estos días, sus alrededores ofrecen un escenario post-bélico. Hectáreas de campos pardos, cubiertos de ceniza, se extienden hasta donde se pierde la vista, punteados sólo por algunos pinos o aislados árboles frutales.
Acaba de pasar la zafra de caña, y el aire, enrarecido por el humo, huele a azúcar tostada. Parece como si un ejército hubiera aplicado la táctica de “tierra quemada”, después de arrasar el pueblo. La metáfora militar no es gratuita: la región Valles de Jalisco desde hace meses está sumida en una lucha entre bandas rivales para adjudicarse esta “plaza”, particularmente atractiva tanto por el cultivo de droga, que en la zona es el más abundante de la entidad, como por su posición estratégica, que ofrece varias rutas que conectan la vecina zona metropolitana de Guadalajara con otros estados, y sobre todo con los puertos de la costa del Pacífico.
Según Juana Ceballos Guzmán —una enérgica mujer de mediana edad que el 1º de octubre pasado asumió el cargo de presidente municipal—, la situación ahora está un poco más tranquila. Su mandato no empezó de la mejor forma: en las primeras semanas recibió varias amenazas y al mes mataron a su director de Seguridad Pública.
“Para mí fue un golpe duro, y más con la situación de inseguridad que estamos viviendo. Pensé: ‘Si viviera Casimiro, ¿qué me diría?: Juanis hay que ir adelante, adelante y adelante’. Y así, yo sigo… no se crea que muy tranquila, pero pidiéndole a Dios que todo salga bien”.
Cuando entraron, explica, no sabían “la papa caliente” que tenían en las manos. “Pensamos que Casimiro podría poner orden, pero no sé qué tocó por allí, qué suscitó toda esta situación. En parte fue por el desconocimiento que nosotros teníamos sobre lo que estaba pasando en el municipio”.
Describe a Casimiro Zárate como a un hombre recio, pero de buen corazón, que amaba a su pueblo. Priista de cepa, decía que cuidaba más a su partido y a la CNC (Confederación Nacional Campesina), que a su casa: “Él estaba feliz. Pensaba que teníamos una varita mágica y que íbamos a transformar el municipio”.
Lo que no sabía es que se estaba metiendo en la “tana del lobo”, justo cuando allí había ajustes. A partir del cambio de administración hasta los primeros meses de 2013, la zona Valles ha sido teatro de una lucha entre varios cárteles que, como declaró el mismo comandante de la V Región Militar, Daniel Velasco Ramírez, se recrudeció por los reacomodos debidos a la captura, a finales de enero, de José Ángel Carrasco Coronel, alias “El Changel”, sobrino del difunto lugarteniente en Jalisco del cártel de Sinaloa, Ignacio Coronel, y líder del grupo de Los Coroneles, activo en la zona. Finalmente el conflicto parece haberse apaciguado un poco ya que el Cártel Jalisco Nueva Generación habría tomado el control del territorio.
“Ha habido muertes, y aparecieron varios cadáveres tirados”, explica Ceballos Guzmán, “pero la mayoría eran de ‘ellos’, de los que peleaban por el territorio y por las rutas”.
En la región, integrada por 14 municipios, el ataque a Casimiro no fue un caso aislado. En lo que va de esta administración se registraron nueve atentados a elementos de las corporaciones policíacas de la zona, tres de los cuales dirigidos a directores de Seguridad Pública.
Además de Zárate, el 29 de enero fue ejecutado Lucio Rosales Astorga, titular de la dependencia en Hostotipaquillo, mientras que el de Tala, José Alberto Ortega, el pasado 2 de marzo escapó de un ataque con al menos cinco granadas y cientos de tiros, gracias al blindaje de su camioneta. También fueron agredidos sin consecuencias uniformados de Tala y Ameca; en cambio el subdirector de Seguridad Pública de Magdalena, Noé Juárez Enríquez, fue ejecutado con su escolta el 28 de noviembre del año pasado, en una calle de Tlaquepaque.
“Lo que aún no entendemos es por qué, y por qué tanta saña. No era para que Casimiro fuera muerto así. Todo mundo no lo entiende”, dice la alcaldesa. Su muerte conmocionó al pueblo entero. En su funeral la gente atiborró la iglesia y el atrio, donde competían en luto más de 60 coronas. “Si a Casimiro le hubieran preguntado cómo quieres que sea tu sepelio, estoy convencida de que habría dicho que así. Quedé sorprendida por la cantidad de gente que asistió, y le hicimos guardia de honor, tanto aquí en la presidencia como en la comandancia”.
Un día tormentoso
Aquel lunes 30 de octubre, para Concepción (nombre ficticio) fue uno de esos días en que los malos augurios se juntan como nubarrones, y la tormenta temida, esperada por largo tiempo, se hace realidad. A pesar de considerarse religiosa, rara vez iba a la iglesia durante la semana, pero esa mañana decidió ir a misa de siete, pues desde que su marido había aceptado el nuevo cargo, un mes antes, ya no se sentía tranquila: “Me desconocía. Estaba como ida”. Dejó preparado el desayuno, “porque siempre quería que se fuera al trabajo bien comido”, y se dirigió al templo, ubicado a un costado de la plaza de San Martín Hidalgo.
Después de la celebración, en el mercado, la dueña de una pizzería se le acercó, y cuidando de que nadie la escuchara, le dijo: “Necesito ver a tu marido”. Concepción se reflejó en la ansiedad que embargaba a su amiga, en la insistencia con que pedía hablar con su hombre, la misma con que ella le había suplicado que dejara el trabajo. En ese momento llegó el subcomandante, amigo de la familia, a quien le pidió que llamara a su marido: eran las ocho. Él dijo que estaba saliendo de la casa y que llegaría en cinco minutos a la comandancia.
Nunca llegó. Al cruzar la plaza para dirigirse a la presidencia municipal, Concepción notó un extraño despliegue de patrullas, una de las cuales salió “como volando”, y un inusual fermento en la calle. “Seguía con la mente en blanco. Ni por aquí me pasó que hubiera pasado algo”. A un cierto punto se encontró caminando rodeada por el cura y una sobrina que, en silencio, la hicieron desviarse hacia su casa. “¿Qué pasó?”, le preguntó varias veces la mujer, más atónita que preocupada, sin obtener respuesta. Cuando llegó a la calle Morelos, vio mucha gente reunida frente a su casa. “¿Qué pasó?”, preguntaba ahora más bien para sí misma, porque nadie contestaba. Todavía no caía, quizá no quería caer en cuenta. Hasta que llegó su hijo y le explicó lo que había pasado. Allí por fin la tormenta se desató, y Concepción se soltó en un llanto amargo.
Ya no vive en el pueblo, y a la fecha no ha querido saber ni dónde, ni cómo, ni quién mató a Casimiro Zárate.
Padre cariñoso y político comprometido
Una de las pasiones de Casimiro Zárate era la agricultura. “Parecía un ingeniero agrónomo”, recuerda un regidor del ayuntamiento que lo conocía bien. A pesar de haber cursado sólo hasta cuarto de primaria, vivió siempre de la tierra, y gracias a años de experiencia y a su espíritu emprendedor, impulsó novedosas técnicas de cultivo, fue presidente de la Unión de ejidos e incluso lo invitaron en varias ocasiones al cercano centro universitario de la Universidad de Guadalajara, en Ameca, para dar clases en la carrera de agronomía.
Pero ésta no lo salvó de sus verdaderas pasiones, las que lo llevarían a una muerte cobarde y violenta: la política y el amor por su pueblo. Antes de tomar la dirección de Seguridad Pública, había sido presidente municipal de 1992 a 1994, y desempeñó varios cargos en el PRI y en la CNC.
“A veces nos daba tristeza ver que le daba más importancia a sus cosas de política que a nosotros”, recuerda una de sus hijas —tuvo cuatro mujeres y un hombre—, quien prefirió no revelar su nombre.
“No obstante, fue un padre cariñoso. Humilde. A nosotros nos enseñó que la honestidad era el valor más importante”. Tanto, que los narcos lo habían invitado a comer para “negociar”, pero él se negó.
Cuando una de las hijas escuchó dos amenazas en el contestador —“Ya te cargó la chingada”, decían explícitamente—, avisó a sus hermanos, pero no a la mamá. Tres de ellos fueron a hablar con él para convencerlo de que dejara el puesto, pero se opuso. “¿Qué va a pasar con nosotros, con tu familia?, le preguntamos. Él nada más contestó que ‘lo que Dios quiera. Yo voy a seguir luchando por mi pueblo, y si me toca, ni modo’”, cuenta la hija.
A pesar de las amenazas, y de la angustia que vivía su esposa, Casimiro seguía patrullando las calles hasta la una de la mañana, con su vieja camioneta Nissan, sin escolta. Decía que tenía bien detectado el problema, y que había hablado en varias ocasiones con el Ejército, que nunca acudió en su apoyo: “Se me hace que esos cabrones están coludidos”, recuerda que le dijo una vez. “Era inútil avisarle. No tenía miedo. Yo sí estaba asustada. Le hablaba cada día, y de broma le decía: ‘Si se arman los plomazos, usted a correr’. Y nos reíamos. Nunca había imaginado algo como lo que le ocurrió”.
Casimiro se granjeó enemistades, tanto fuera como dentro de la corporación. Realizó una amplia depuración de los elementos y, como le dijo a la familia un expolicía en el velorio, ningún comandante había metido a la cárcel tanta gente en tres años como él en 15 días.
Era reservado con su trabajo: no consultaba a sus allegados cuando tenía que tomar una decisión, y no informaba nunca de lo que hacía. Por eso la familia sólo a su muerte se enteró de hasta dónde llegaba su entrega hacia la comunidad: “Ayudaba a los matrimonios que tenían problemas de violencia intrafamiliar. Apoyaba dando dinero: fue al funeral una señora diciéndonos que le debía, pero que no tenía cómo pagar; otra llegó con una niña, y nos dijo que gracias a Casimiro su padre la había reconocido como hija y le había dado su apellido. Era generoso. Hacía esas cosas para la gente”.
“Nos gusta el peligro”
Después de lo sucedido a Casimiro, la alcaldesa de San Martín Hidalgo pensó que sería difícil encontrar a alguien que quisiera sucederle en el puesto. “En cambio hubo un desfile. Tenía por lo menos 15 currículos de gente que quería entrar”, dice. Contrató entonces a un asesor en seguridad para que le ayudara a escoger el perfil adecuado, porque, le dijeron, “hasta el corte de pelo hay que checarle, para ver de qué cuerpo provienen”.
Finalmente, el asesor terminó quedándose en el puesto. Exfederal de caminos, Adrián Zapién Arenas presume ser un policía de carrera, con una licenciatura en jurisprudencia, varios títulos como técnico en seguridad pública y prevención del delito, y que está cursando ahora otra carrera, de seguridad ciudadana, en la UdeG Virtual. Originario de Mexicali, trabajó como policía en su ciudad natal, en Ciudad Juárez, y en Jalisco, y anteriormente había sido director de seguridad pública en cuatro ocasiones.
Viene por mí en la presidencia municipal, y salimos hacia la Dirección. Para recorrer 20 metros se arma todo un operativo: su escolta personal lo acompaña de cerca, mirando atento en derredor, mientras otros cuatro elementos con cascos y rifles nos rodean hasta el edificio, que más que una comandancia parece un taller mecánico.
“¿No se la pensó en ningún momento el aceptar el cargo, a la luz de lo que había pasado con su antecesor y por la situación de inseguridad de la región?”, le pregunto una vez que llegamos a su despacho.
“Toda mi vida he trabajado en seguridad. Tengo 34 años de servicio…”. “Pero esto no lo hace invencible”, lo interrumpo, “oimpermeable a las balas”. “No, no es eso; es cuestión de inteligencia: no es una lucha cuerpo a cuerpo. No podemos atacar la violencia con más violencia. La función de estos cuerpos municipales es la prevención. Somos auxiliares, para disuadir y vincular la comunidad”.
La comunidad no observó ese vínculo. La gente rumora que el director nunca sale de la comandancia, y si lo hace, lo acompaña toda su escolta.
La corporación de San Martín, después de las depuraciones hechas por Casimiro y las de su sucesor, cuenta con 55 elementos, cuando en pasadas administraciones eran más de cien. “Aquí no podemos confiar en nadie. Yo confío nada más en mí. No puedo meter la mano por nadie”.
Su equipo de confianza es la escolta personal y su subdirector, un señor que más bien parece un gringo retirado, con su cabello ralo, el bigote cano y la cara risueña. Pero, una vez más, las apariencias engañan: Carlos Anselmi, argentino de ascendencia italiana, es coronel retirado del ejército israelí: “¿Cómo caí allá? Por loco. Estaba en Italia, y unos amigos me invitaron a conocer el país: hice la guerra del 73, y luego también las del 79 y 82”.
A Guadalajara llegó en 1986 como asesor de seguridad para el mundial de futbol: “Luego me agarró una mexicana, y me dijo: ‘Usted será muy coronel allá, pero aquí mando yo’, y me quedé”.
“Es que nos gusta el peligro”, comenta Zapién Arenas, respondiendo por fin a mi pregunta inicial. “Esto de la seguridad es adictivo”, y ambos sueltan una carcajada.
“Mi antecesor era un agricultor, muy conocido aquí, bien intencionado”, reanuda el comandante, refiriéndose a Casimiro. “Se dio a la tarea de trabajar de acuerdo con los criterios propios, porque no tenía una formación policiaca. Y allí hay un error: no basta con tener la intención. Por eso este país está de cabeza, y la seguridad no funciona”.
“Aquí cuando llegamos parecía un pueblo abandonado, ni animales había del miedo que tenían. Y poco a poco hemos ido bajando los índices delictivos”, dice Anselmi. “Nosotros no somos Supermán”, concluye Zapién, “pero nos gusta el trabajo. Somos policías, y queremos ser policías chingones”.
Vivir del recuerdo
Lo que la conocida de Concepción le quería decir a Casimiro, era que la noche anterior en su pizzería había escuchado a un grupo de “la gente aquella” decir que esa mañana lo matarían. Y como lo dijeron —descarados, frente a todos los clientes—, así lo ejecutaron, a la luz del sol, bajándose de su camioneta y baleándolo por diversos flancos.
Pocos días después del homicidio, la Fiscalía presentó a “La Estrella”, presunta jefa del Cártel Jalisco Nueva Generación en la zona Valles, a la que se le relacionó con el atentado al jefe policiaco. Un sujeto apodado “El Pulga”, a quien Casimiro había arrestado tres veces —y que igual número de veces lo había amenazado de muerte—, el 30 de octubre desapareció de San Martín. Fue capturado hace pocos días en Ahualulco, y entre los varios cargos que se les fincan, estaría también el asesinato del difunto director de Seguridad Pública.
Sin embargo, todo esto ya no importa: ni al pueblo ni a la familia. Lo que quiere esa gente es vivir en paz, metabolizar su incredulidad, olvidar lo malo y añorar lo bueno que dejó ese personaje en sus vidas. “Fue una cosa muy triste, que nos probó a todos”, dice don Santiago, “pero deja muy buen recuerdo por su trabajo, porque dio la vida para su pueblo”.
La imagen que imprimió en la memoria de su comunidad, se refleja en la última frase de la esquela que sus paisanos le dedicaron el día del sepelio, y que representa al mismo tiempo un sordo grito de indignación y protesta:
“Se desempeñó con gran responsabilidad y entrega por su querido San Martín en el cargo de director de Seguridad Pública. Prueba de ello es que fue truncada su vida por mano de unos cobardes que le dieron fin abrupto a su existencia”.