De no ser por el Palenque, las Fiestas de Octubre ya habrían desaparecido desde hace mucho tiempo. Es la fiesta dentro de la fiesta. Un lugar donde compiten los poderosos. Juegan para saber quién es el más osado. El Palenque es similar a una arena, a una coliseo, a un monumento olímpico romano.
A las ocho el público ya puede ingresar y solicitar bebidas en las gradas amplias, poco cómodas, pero espaciosas. Un policía municipal de Guadalajara recibe a los varones, les revisa los bolsillos, analiza las llaves, observa las monedas sueltas de la bolsa y con una sonrisa obligada les invita a pasar. A las asistentes una agente hace lo propio.
Los antecedentes del palenque provienen de la época en la que el hombre competía contra la bestia. Aunque su fin esencial, que es la pelea de gallos, se remonta a más de dos mil años atrás en regiones como Asia, la India o el Imperio romano.
Ya empezó la pelea. En la circunferencia del escenario hombres con un puro entre los dientes lanzan apuestas protegidos por tarimas de madera que cierran el terreno donde se desarrolla el combate, que se vuelve fiesta privada. Los gallos aletean un par de veces y en un instante uno de los dos sucumbe. Caen gotas de sangre. Se recogen las apuestas, entran nuevos ejemplares, un giro y un colorado; los presentan, alzan las plumas del pescueso, se picotean hasta que son soltados para pelear a vida o muerte.
Así pasa cada año en el acceso escondido tras los juegos mecánicos de las Fiestas de Octubre. Pero ellos no son el invitado de honor —y quien cierra la faena luego de que todos los gallos batallan—, sino que ete año es un torero sin capote. Un cantante que lidia con el viento seco y pesado en la pequeña circunferencia donde brinda su presentación.
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El padre del torero deambuló por tugurios de los años cincuenta. Cuentas las leyendas que hacia donde se localizaba la Penal de Oblatos caminaba de cantina a restaurantes y mientras ofrecía lechuguillas de tequila tocaba la guitarra y cantaba rancheras. De vez en vez el dueño de un lugar de esos —sindicalista camionero, prestamista y alcohólico— cerraba su expendio de bebidas adulteradas con el muchacho ahí dentro para que le tocara sólo a él y a sus conocidos.
Era un joven menudo y temeroso. El rostro recio —colorado por el sol— contrariaba el sentimiento de huida que constantemente lo asediaba. Venía de Huentitán, el último pueblo asentado al borde de la barranca del mismo nombre. Las voces dicen que una noche de jarra llegó el hermano del dueño de la cantina, un hombre de manos hinchadas de callos, calva naciente y ojos de pistola, que conducía uno de los camiones urbanos que iban de Mexicaltzingo a la periferia de la ciudad de las rosas. Tomaba tequila y aguardiente. De pronto se hizo de palabras con otros que lo miraban con vientos de sátira y burla. El joven que tocaba estaba ahí. Entre los chingadazos sueltos, las mesas caídas y los pómulos sangrados, el chico quiso correr pero alguien lo detuvo. Como si fuera un costal de papas lo salgolotearon y con un movimiento en ráfaga lo despojaron de las monedas que traía y los aventaron por los aires hasta caer en la esquina como bolsa de basura.
Con el tiempo la cantina cerró. El dueño —aquel sindicalista camionero, prestamista y alcohólico— murió por un cuadro de cirrosis hepática. Había bebido tanto que el hígado terminó por desbaratársele en pequeños escupitajos de sangre y la viuda con nueve crías de todos los tamaños y uno más en camino, tuvo que mirar su destino futuro con rumbo hacia el norte. Sólo son leyendas urbanas de las zonas donde terminaba la ciudad, que hablan del charro antes de triunfar en el programa La calandria musical, que sería el primer peldaño que lo llevaría a ser el ícono de la estirpe sagrada.
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Adonis vestido de charro irrumpe en la pista. Es hijo de aquel muchacho que deambuló por el oriente de la Perla Tapatía. El lugar donde pasó una y otra vez la muerte para definir qué gallo terminaba su vida, se convierte en el lugar donde el torero sin capote juega a estar enamorado de las mujeres que le aúllan.
Las amplias gradas que cambiaban comodidad por espacio, ahora quedan abarrotadas de pies y cuerpos que fuman y beben con el lamento de la música. Una nata de humo vuela en la atmósfera y filtra las luces del espectáculo, azules, rojas, rosas, púrpuras, blancas. El Palenque es el lugar que tiene todas las normas de seguridad pero ninguna se acata. Es probable que los reglamentos pierdan vigencia a la entrada a la madrugada, hora en la que el hombre de la noche toma el escenario.
Una mujer que lo espera con ansia se saca del sostén una bolsa de plástico y vierte el contenido (tequila) a su vaso, para brindar con otras despechugadas que le acompañan. Mucho antes de que la música alcance su algidez y luego de que la mujer imitara —torpemente— la hazaña de Juan Gabriel para alzar el vaso y derramar chorros de licor, el calor del lugar comienza a cobrarle pieza. Le llega el aturdimiento mental, la boca seca y de pronto llena de saliva, la opresión natural del estómago y la acidez que sube por el tubo digestivo hasta el vómito. Después de unos minutos otra vez. Las lágrimas. Las personas que se abren para darle espacio. Las acompañantes buscándole aire fresco en medio de la vorágine humana y la humareda persistente.
Abajo, el charro entona intenso el himno de la ciudad. La mujer que sale auxiliada pierde la posibilidad de ver una de las fechas del cierre del Palenque y luce derrotada y ebria. Alrededor todos aquellos cuerpos aullantes, añorando ser el Adonis del centro. Queriendo vestir las pieles que usa el gladiador que no lucha con toros. Un modelo que no pelea pero que despierta lo recóndito de las masas. El torero sin capote renovado, absuelto y redimido.