La desolación en una oficina suena como si un pequeño enjambre zumbara en los techos de plafón. Como diálogo inconexo, el susurro del aire acondicionado marca el tiempo que pasa lento. Las voces lejanas de una conversación al otro lado del piso se oyen claras: hablan de una responsabilidad, de una encomienda, de trabajo.
En la recepción hay un hombre obeso que viste camisa a rayas sentado con la espalda recargada en el sofá y la mirada clavada en el celular. Escucha mis pasos y el tipo alza los ojos como si buscara por fin a alguien para desearle los buenos días y platicar. Sin detenerme, me voy de filo hasta perderme en otra puerta del laberinto departamental. El hombre, como perdido en un lugar donde nunca había estado, gira la cabeza lentamente de izquierda a derecha, destinado a la espera, sin saber hasta qué hora, y vuelve a clavar la vista en el teléfono.
Con el desamparo de este día, se hace notable la vieja artritis de las sillas que rechinan a cada movimiento y que nadie había advertido.
Se gira la perilla de la puerta, luego de un par de golpes, y con un “Buenos días” entra el señor de la fonda de enfrente que reparte comidas por el edificio. “Hoy parece un panteón esto”, afirma con una sonrisa obligada y entrega el alimento.
“Con usted sí trabajaron las señoras”, le pregunto, a lo que me responde “¡Sí! Imagínate si no. Me vuelvo loco yo solo”.
Por la mañana el camión avanzaba a la misma velocidad de un día común, pero sin el peso de la cantidad de pasajeros de siempre, lo que hacía que los desniveles de la calle se sintieran con mayor énfasis, al igual que los baches y las imperfecciones del asfalto. Apenas si circulaban en la gran oruga colorada unos catorce pasajeros, de los cuales, unas cinco eran mujeres que al abordar el autobús la ojeada de todos las miraba con el asombro de quien no esperaba verlas.
Hubo quien, incluso, durante el trayecto se puso a contar a las mujeres que deambulaban por las calles: una, con las manos ocultas en los bolsos y un andar pausado; otra, con una bolsa tejida de yute caminando presurosa; una más a bordo del vehículo contiguo que se detuvo en el semáforo en rojo; otra que viste el uniforme habitual.
En Independencia y Belén un adulto mayor, chaparrito, descendió del camión y luego de dar unos torpes pasos se encontró de frente con un amigo quien, después de un pícaro saludo, le dijo: “¡Amos a darle sin viejas! ¿Viste el desmadre que hicieron en México?”. Se fueron yendo con pasos cansado añadiendo argumentos a la conversación histriónica.
En la entrada al edificio el menudo varón que a diario se rola encomiendas con una vigilante luce desesperado: ya va a vigilar el espacio de estacionamiento, ya regresa a dar un acceso a algún visitante, ya debe responder una llamada telefónica…
En el piso ocho un hombre obeso que viste camisa a rayas sentado con la espalda recargada en el sofá, espera. Toda su atención está en el teléfono celular que aprisiona con ambas manos y de vez en vez busca contacto humano a quien explicarle su visita para ser canalizado. O atendido.
La recepción luce vacía. Dos jóvenes intendentes se pasean de un sitio a otro y sus risas rompen el silencio. Los pasos de alguien que se avecina dibujan los trazos de los pasillos. El susurro del aire acondicionado zumba como enjambre permanente y constante. Alguien dice: “Qué frío se siente hoy, es porque no hay tantas narices que respiren el congelante vaho del aire”.