A veces los fantasmas tienen rostro, nombre y apellido. Invisibles para la mayoría de la gente, pueblan barrios periféricos de Guadalajara, se emplean en el trabajo informal, sin documentos de identidad y sin el reconocimiento de sus derechos.
Colonias conflictivas de Guadalajara, como Arenales Tapatíos, Miramar o la Ferrocarril, hospedan un microcosmos de migrantes, en su mayoría indígenas, procedentes de varios lugares de México. En estos rincones sobreviven como espectros en la miseria e indiferencia de las autoridades, a la vez que son blanco de discriminación y las agresiones por parte de los vecinos.
Al borde de la desesperación
Un sillón laso y relleno de basura, yace vertical, incrustado en el borde de un arroyo de aguas negras, en territorio de Zapopan. En su lecho, en espera de la temporada de lluvias, un caudal de desechos sustituye el agua que en unos meses más fluirá de La Primavera, llenándose de escombros, cadáveres de animales y de los drenajes de las casas del barrio de Miramar, que por ahí cruza.
Detrás del destartalado mueble, tres hermanitas purépechas encienden un fuego para preparar la comida. “El río huele feo; a veces llega casi hasta arriba”, comenta Antonia, la más pequeña. Casi hasta la orilla, donde, separadas del arroyo por un estrecho camino de tierra, se ubican las casas de sus padres y de otras 25 familias procedentes de San Bartolomé Cocucho, comunidad de la Meseta Tarasca, Michoacán.
“Llegué a Guadalajara hace 25 años. Vivíamos con mis padres en el mercado de abastos”, explicó la mamá de las niñas, Nazaria Martínez Bautista. “Luego, hace 12 años, nos venimos para acá porque nos avisaron que estaban vendiendo lotes”. Compraron en abonos, a un señor de la colonia, a pesar de que tales terrenos son propiedad federal.
En 35 metros cuadrados que adquirieron por cuatro mil pesos, los siete integrantes de esta familia construyeron su modesta casa, conformada por tres angostos cuartitos de ladrillos, cubiertos con láminas, donde duermen en dos catres. Tienen un desmantelado patio de tierra y su único “lujo” es una minúscula tienda de abarrotes, lo que reduce más el ya escaso espacio vital de la vivienda.
Falta de servicios
Nazaria comentó que desde hace pocos meses le pagaron en una sola emisión dos mil pesos al “presidente” de la colonia Miramar, que todavía es un ejido, para obtener el servicio. Reciben agua potable por medio de una manguera, pero muchos de los purépechas que viven en la orilla, tienen que pedirla a los vecinos. La acarrean en cubetas o cuando llueve, aprovechan el agua pluvial. En cambio, para la luz, “todos nos ‘colgamos’, porque estamos muy retirados del poste”, dijo la indígena.
Esta falta de servicios no representa la única problemática para estos habitantes.
Miriam Ambriz Aguilar, de la Unidad de Apoyo a las Comunidades Indígenas (UACI), de la Universidad de Guadalajara, nació y actualmente vive en este barrio. Hija de mamá purépecha y padre otomí, desde 2003 trabaja con 80 núcleos familiares de indígenas de Cocucho, repartidos entre Miramar y Arenales Tapatíos.
Explicó que “la mayoría cuenta con terrenos adquiridos irregularmente. Muchos de ellos han sido estafados. No tienen un contrato que certifique su propiedad, sino que les dan una carta de posesión, o muchas veces solamente un papel manuscrito”.
Incluso hay casos en los cuales, aprovechándose de que muchos no saben leer y escribir, los ejidatarios en lugar de entregarles un recibo por el pago de una mensualidad, les hicieron firmar un pagaré. En estas condiciones y sin documentación, a los purépechas se les dificulta hasta obtener un comprobante de domicilio.
Sin embargo hay quienes están peor. Sobre todo en Arenales. Aquí existen personas que viven en casas de láminas o debajo de una lona. Los demás no cuentan con servicios básicos, pocos tienen agua y luz, mientras que casi nadie dispone de drenaje.
Explotación laboral
Albertina Blas Martínez tiene 20 años, es purépecha y nunca ha ido a la escuela. A los ocho años, con su mamá y sus hermanas, sobrevivía recogiendo cajas y restos de verdura en el mercado de abastos. Luego un comerciante las contrató para pelar cebollas, actividad informal en que actualmente se emplean muchas mujeres de su familia y de esta pequeña comunidad de Miramar.
“Ahora pagan 10 pesos por una caja de 20 kilos de cebolla”, comentó. Las mujeres se van a las cinco de la mañana y regresan a las 10 de la noche. “En un día se logra pelar un máximo de 10 cajas”, explicó Albertina, lo cual significa que por 14 horas diarias de trabajo ganan cuando mucho 100 pesos.
Nazaria también pepenaba y pelaba verdura. “Todavía mis hermanas trabajan en esto. Algunas recogen cajas y cartón para venderlos o juntan las frutas para sobrevivir, porque ahora no hay trabajo. Nos explotan. A veces nos obligan a trabajar día y noche, para sacar lo poquito que ganamos”.
La explotación de estas indígenas no se reduce solamente a esto. Muchas de ellas bordan y tejen las blusas tradicionales purépechas, los huanengos. “Por cada uno son muchas horas de trabajo, y hay una señora que los compra por 250 pesos, y luego los da a 750 pesos”, explicó Albertina. Por eso, con la ayuda de Miriam y la UACI, siete mujeres, desde el mes de diciembre, conformaron una cooperativa para tener un comercio justo. Sin embargo, “muchas aún van y le piden dinero por anticipado a esa señora, en cambio de otros encargos, porque tienen necesidades económicas apremiantes. Así nunca salen de esto”.
Discriminación
Mientras Albertina explicaba esto, unos gritos la hicieron saltar de la silla y salir de su casa, ubicada también en la orilla del arroyo de aguas negras. Su mamá estaba peleando con los vecinos, una familia de Tuxla Gutierrez, Chiapas. “Sus hijos se suben a la casa, y desde arriba nos gritan ‘Marías, pinches indias’, y nos avientan cosas”, explica la señora.
“No nos bajan de huicholas”, dijo Nazaria. “Mis sobrinos tienen varios problemas, porque les dicen indios y ellos no se dejan: pelean. A mi hermano por esto lo tienen amenazado de muerte”.
Albertina recalcó: “hay gente que le damos asco, porque olemos a cebolla. Hasta los camioneros a veces no nos dejan subir por el olor. Luego se burlan de nosotros por como hablamos”.
Miriam explicó que “los indígenas son muy agredidos por la sociedad mestiza, y más las mujeres”. Agregó que en particular en la escuela, “los niños no quieren regresar a la primaria por eso. Las mismas maestras los castigan demasiado porque no llevan la tarea, pero ellos no pueden hacerla, porque los padres no saben cómo ayudarles”.
Ni educación ni salud
La mayoría de estos purépechas no fueron a la escuela. Los jóvenes y los niños, que representan la segunda generación de migrantes, cuando mucho cursan la primaria. “No tienen recursos para entrar a la secundaria. Los padres tienen apenas para la comida”.
Además no cuentan con apoyo gubernamental. “No reciben ninguna beca, porque le hacen falta los requisitos básicos para solicitarlas. Cosas que para un mestizo son normales, como un comprobante de domicilio, un acta de nacimiento, que hables español, en su caso se complican, muchos no están ni registrados”, comentó Miriam Ambriz.
Por lo mismo, no gozan de ningún servicio de salud. “Todos están insertados en el mercado laboral informal. No tienen prestaciones de ley”. Casi todos los hombres se emplean en la obra o en los tianguis, sin contrato y son víctimas de violaciones a sus derechos laborales.
Situación en Jalisco
En el censo de 2005, de acuerdo a datos del INEGI, en Jalisco viven 42 mil 372 indígenas. Fortino Domínguez, encargado del programa migrantes, de la UACI, comentó que estos datos hay que tomarlos con cautela. “Primero, porque son de 2005, y el flujo de migrantes indígenas es constante, y segundo, porque el INEGI se basa en un concepto de indígena ligado al folclor, estereotipado, que considera solamente a los que hablan su idioma”.
Agregó que “hay mucha gente que ya no habla su lengua o que no lo declara, pero que mantiene un vínculo con sus comunidades y sigue participando en las fiestas tradicionales”. Además, dijo que la población indígena es flotante. “La ZMG se ha convertido en un importante foco de atracción de migrantes indígenas y una zona de tránsito”. Por ello, afirmó, que se estima que esta cifra oficial representa un 50 por ciento de la real, sobre todo considerando que en Jalisco se reporta la presencia de 45 pueblos indígenas de los 62 con que cuenta México.
Añadió que “todos los migrantes indígenas vivimos en la periferia, y hay algunos que van al centro para vender. Existen colonias étnicas, como la Ferrocarril, donde viven los mixtecos, los otomíes en el Cerro del 4 y en la Francisco I. Madero, por ejemplo”. Sin embargo, sostuvo que la mayoría vive dispersa por la periferia y que no se ha integrado en un nicho laboral específico.
Como las autoridades gubernamentales se basan en el concepto de grupo indígena creado por la academia, según el estereotipo de enclave étnico, afirmó que “están dejando el 90 por ciento de la población indígena fuera de sus políticas públicas. Ni siquiera existen para el Estado, son pueblos invisibles y esto los coloca en una posición más vulnerable”. Fantasmas, pues, como los purépechas del “arroyo de aguas negras”.
“Las autoridades municipales vienen de vez en cuando y nos preguntan si no tenemos otro lugar a donde ir en caso de que desborde el río. Nos amenazan con desalojarnos, porque argumentan que no estamos ni registrados en el mapa”, comentó Albertina.
“El ‘presidente’ de la colonia viene aquí una vez al año, y nos dice que esta es una zona de alto riesgo y que por qué no nos vamos de aquí”, concluyó turbada Nazaria. “No tenemos a dónde más ir, porque si pudiéramos, no estaríamos acá”.