Cuando Aristóteles se refirió a los «principios», los definía como los detonantes de un acontecimiento o sus causas. El filósofo griego identificó cuatro causas: material, ideal, eficiente y final, que, como hemos mencionado, también pueden ser identificadas como principios.
Así, respecto a un acontecimiento social como fue la Revolución mexicana, podríamos suponer una causa material en las condiciones reales de injusticia entre la opulencia y la miseria, una causa eficiente en las acciones rebeldes en contra de la injusticia social, una causa final en la ilusión que motivó a los inconformes con el Porfiriato a la construcción de una nación diferente, y una causa formal en las ideas sobre la manera en que debiera organizarse la sociedad.
En este sentido, tanto la causa formal como la causa final nos hacen suponer la presencia del intelecto como detonante, principio o causa que impulsa un acontecimiento de gran trascendencia nacional como lo fue la gesta revolucionaria. Pero la presencia del intelecto en la base de un acontecimiento social no implica, necesariamente, que se correspondan con un pensar ordenado y homogéneo.
Por ejemplo, cuando alguien planea una venganza o cometer un delito, sin duda hay ideas detonantes de un acto, pero esto no quiere decir que sean ideas racionales o encomiables desde un punto de vista moral o político. Pero también lo contrario es posible; es decir, que pensamientos ordenados y loables detonen un acontecimiento, como es el caso de las ideas de las que derivó la constitución de 1917.
Una característica del pensamiento filosófico es la presencia de valoraciones acerca de los hechos y acciones humanas. Así, ante la presencia de una idea acerca de la naturaleza humana, la filosofía analiza su pertinencia y, de ser el caso, señala sus inconsistencias y genera una propuesta alternativa fundada en criterios de racionalidad y razonabilidad; lo mismo podemos decir respecto a las representaciones del mundo social.
Ante un acontecimiento de gran envergadura que se propuso la creación de una nueva nación, se implicaría, en principio, una valoración sobre los individuos y sus formas de organización social, destacar sus inconsistencias y la generación de una alternativa en la concepción de otro mundo con individuos diferentes y formas distintas de organización.
Así en los periodos previos al movimiento revolucionario la idea de consolidar una sociedad fundada en visiones cientificistas había logrado impactar tanto a las formas de organización gubernamental como a la educación. Las aportaciones de la ciencia en los ámbitos de la sociología, la biología, la física o la química, movían a los pensadores mexicanos a buscar identificarse con aquellas naciones supuestamente libres de superchería y fanatismo.
El movimiento es conocido como Positivismo, del que se conformaron diversas comunidades de estudio en el mundo inspirados con esta idea que en México fue representada por la sociedad metodófila encabezada por Gabino Barreda.
Las ideas rectoras del positivismo, en su manifestación respecto a la sociedad y la humanidad, podríamos enmarcarlas en la concepción de una evolución social basada en el orden y progreso social y la transformación basada en la diferenciación de individuos.
Tanto en México como en Chile, Argentina y Brasil fue bien recibida la idea de una política científica; serían los métodos científicos los que solucionarían los problemas de las naciones. Entre las consecuencias de esta visión del mundo cabe destacar que, al priorizar el orden, el crecimiento económico de la nación, la mejora biológica de los individuos y el progreso, se sacrificaba la justicia social y eran los menos quienes recibían los beneficios del cientificismo. Así, por ejemplo, el desarrollo industrial o las importantes reformas a la educación superior, tenían la desventaja de beneficiar solo grupos selectos de la sociedad.
Frente al Positivismo, tomaron fuerza otras alternativas para interpretar el mundo. Según palabras de Alfonso Reyes “El positivismo mexicano se había convertido en rutina pedagógica y perdía crédito a nuestros ojos”. Especialmente cuestionaron el cientificismo que relegaba a las artes y las humanidades. Desde 1907 algunos pensadores como Reyes, Antonio Caso o José Vasconcelos impulsaban conferencias que destacaban el papel de las humanidades, dando lugar a una agrupación denominada Ateneo de la Juventud que organizaba, en el aula de la Escuela Nacional Preparatoria, encuentros sobre temas literarios y filosóficos, con una marcada crítica al pensamiento positivista.
Los precursores del Ateneo percibieron en el Positivismo un instrumento ideológico y político en el régimen de Porfirio Díaz. En concreto se ha señalado una fuerte participación de este movimiento intelectual en la Revolución mexicana, especialmente en su vinculación con el movimiento maderista que pugnaba por una transformación social a través de un cambio revolucionario que debía implicar, necesariamente, la transformación de las ideas.
Si bien el Positivismo y el movimiento del ateneo no fueron las únicas perspectivas filosóficas en torno al movimiento revolucionario, sí constituyen un caso relevante para afirmar que el devenir de la historia contemporánea de México marcha a lado de alternativas filosóficas orientadas a la constitución de una mejor ciudadanía, postulando formas alternativas de organización.