On this coast the past insn’t allowed to exist
J.G. Ballard
Más que una época: es condición humana. Condición humana es el lenguaje, las artes, la filosofía, la ciencia, la tecnología y, asimismo, todo lo relacionado con la guerra y la destrucción.
Si la vida y la muerte son la materia fundamental de la literatura, diríamos entonces que la violencia es una condición humana donde la vida y la muerte son llevadas y traídas -literariamente hablando- con la fuerza de un lenguaje inmemorial.
En la literatura, la violencia es un fantasma que opera de muchas maneras y con muy distintas intenciones. Yendo entonces por el rumbo especifico de la violencia, J.G. Ballard nos dice que las artes y la criminalidad han florecido siempre juntas. En su novela Cocaine Nights (1996), Bobby Crawford le dice a Charles Prentice:
«La política se acabó, Charles, ya no afecta al imaginario público. Las religiones surgieron demasiado pronto en la evolución humana: crearon símbolos que la gente tomaba al pie de la letra, y ‘están tan muertas como la línea de los tótems’ […] Lamentablemente, el crimen es el único acicate que socialmente nos despierta.»
Al decir Crawford que la política ya no afecta el imaginario público, está insinuando, en cierto modo, aquella idea que sostenía que la política era la guerra con otras armas. Para dicho personaje, la vida social no depende más de la “estimulación política”, sino de las formas concretas y específicas de hacer violencia. En este sentido, advertimos que Cocaine Nights es una novela cuyo mundo futurista, distópico, es definido mediante una variedad de actos de violencia -en su gran mayoría- con consecuencias fatales.
De hecho, la anécdota seminal de la novela se ofrece en referencia a un incendio motivado en la casa de los Hollinger, donde murieron varios personajes. Será con base en esta anécdota que iremos conociendo el trenzado de todas las historias y de cómo cada uno de los personajes guarda una relación muy afianzada con conductas ilícitas, hasta hacer del asesinato una de las bellas artes, tal como lo había advertido Thomas de Quincey (1785-1859) en un famoso ensayo.
Como ejemplo de un hecho ilícito en Cocaine Nights, observamos el siguiente:
«A seis metros de mí se estaba produciendo una violación -nos dice Charles Prentice, principal narrador-. Encendí los faros y toqué tres veces el claxon […] El presunto violador saltó del coche, con el esmoquin casi despojado de su espalda por la frenética víctima. Se alejó en la oscuridad, saltando entre los faros del Renault.»
Finalmente, Charles Prentice se acerca hasta donde está la víctima:
«La mujer estaba sentada en el asiento del copiloto del Porsche, con los pies descalzos asomando por la puerta y la falda levantada hasta la cintura. Su pelo rubio brillaba por la saliva del agresor […] A pocos pasos estaba la cabina desde la que el vigilante del aparcamiento vigilaba a sus pupilos durante el día y la noche […]
‘¡Espera!’ Le grité. Llamaré a la policía […]
Estaba a punto de seguirla cuando me fijé en la fila de coches aparcados frente al Porsche […] Varios de los asientos delanteros estaban ocupados por los conductores y sus acompañantes, todos vestidos de noche, con los rostros ocultos por los parasoles bajados. Habían observado el intento de violación sin intervenir, como un público de galería en una exclusiva vista privada.»
Este acto de violencia sexual adquiere formas interesantes, propias de una sociedad del espectáculo, como habría dicho Guy Debord. En lo que nos cuenta Charles Prentice, el intento de violación estaba siendo contemplado por un público vestido de etiqueta para la ocasión. Y como este acto, habrá otros tantos actos similares en toda la novela, sólo que grabados y luego reproducidos en cartuchos para satisfacer el hedonismo de una comunidad de jubilados -mayoritariamente ingleses-, asentados en la Costa del Sol.
“El futuro ha llegado -dice Crawford a Charles-, la pesadilla ya está ahora en el sueño de quienes viven aquí.” O también, cuando dice el mismo personaje: “Quiero verlos codiciando a las esposas de sus vecinos y soñando con placeres ilícitos”.
Hay, desde luego, otras formas de violencia en la literatura que, experimentada en su particular ámbito de ficción, conlleva a colocar al lector en una frontera donde lo ético se tensa ante la realidad estética que está siendo representada en el texto narrativo.
“Árbol genealógico” es el primer cuento que abre el libro de Andrea Jeftanovic: No aceptes caramelos de extraños (2012). En este cuento, desde el primer párrafo nos coloca ante una situación en la que es imposible que permanezcamos indiferentes. Cito:
«No sé en qué momento me comenzaron a interesar las nalgas de los niños. Desde que los curas, los políticos, los empresarios fueron exhibiendo sus miradas huidizas en la pantalla de televisión, y los diarios de vida infantiles eran pruebas fidedignas en los tribunales de justicia. Nunca antes había sentido una palpitación por esos cuerpos incompletos, pero todo el tiempo con el bombardeo mediático de «las erosiones de cero punto siete centímetros en la zona baja del ano». O, en el periódico, la frase «a los chicos reiteradamente abusados se les borran los pliegues del recto». La brigada de delitos sexuales alertando a la población sobre las conductas cambiantes en los niños y el examen periódico de sus genitales. El servicio médico legal ratificando las denuncias después de los peritajes físicos.»
Sabemos que quien dice esto es la voz inicial del relato, pero no estamos muy seguros de saber quién está pensando eso que ha dicho la voz. Lo que sigue después de tan espectacular entrada, minuciosa en sus detalles, es la narración de una historia en la que se nos da a conocer cómo un padre -viudo- acaba siendo seducido por su hija, hasta el extremo de vivir ambos una relación sexual y amorosa lejos de la ciudad.
Si atendemos el párrafo citado, podemos entrever que se hace referencia a una práctica de violencia sexual en diferentes ámbitos de la vida social, violencia ejercida por un poder instituido en contra de seres vulnerables -niños-, quienes, por esto mismo, no tuvieron ninguna clase de fuerza ni de poder para repeler ni para defenderse de los agresores.
En cuanto a lo que acaba de ser expuesto en la historia de seducción intrafamiliar en “Árbol genealógico”, el lector se ve inmerso en esa tensión que se hace entre los actos y las acciones comprendidas en el relato, donde se ve confrontado a los valores estéticos que promueve el texto y los valores éticos que -suponemos- ha de poseer el lector. Se trataría, entonces, de una violencia prodigiosamente urdida, en la que lo anómalo que contiene la anécdota del cuento acaba adquiriendo el sentido de aceptación natural: genealógica.
Si las artes han florecido al lado de la criminalidad, como lo sugiere J.G. Ballard en varias de sus novelas, la violencia es, en consecuencia, una condición humana de gran interés literario, por cuanto que, con la violencia -en sus múltiples facetas-, se hace saber sobre ciertas conductas humanas en las que la vida y la muerte no son más que un entramado de coordenadas dispuesto en la ilicitud, la criminalidad y el asesinato.