En días pasados leí un artículo escrito por un colombiano, en la revista del Consejo Mexicano de Ciencias Sociales, que me impresionó por reflejar lo que muchos sentimos en estos días, cuando la pandemia del SARS-CoV-2 está todavía muy lejos de terminar.
David Roldán Alzate, estudiante colombiano, escribió en “El miedo sin nación” después de vivir meses de noticias e incertidumbre por la pandemia y la multiplicidad de información sobre la violencia y las catástrofes tan cotidianas en la actualidad.
«Normalicé la muerte, como de costumbre hace un colombiano y un latinoamericano de forma inhumana, pero lamentable y real. En México, después de la noticia sobre cifras de muerte por el virus, veía las cifras de muertos por masacres en distintos estados, así como asesinatos de líderes políticos. Me sumergí en la realidad del ‘Quédate en casa’, como si fuera una catástrofe alargada de la cual era partícipe, pero no me alarmaba, era normal», escribe.
Todo cambió cuando el virus afectó a sus padres y esa falsa lejanía de la realidad lo golpeó brutalmente, como lo ha hecho con muchos de nosotros al enfermar o perder seres queridos, el trabajo o, mínimamente, la posibilidad de la convivencia; y entonces, se nos instala el miedo en el cuerpo. A pesar de ello, y bajo la promesa que la vacuna nos salvará, insistimos en la negación a pesar del miedo, y pretendemos regresar a una falsa cotidianidad que ya no existe, abandonamos el cubreboca, nos reunimos y nos abrazamos, para ver si así nos abandona el miedo, que tenemos pegado en la piel y en el alma.
Hay que recordar que si bien México tuvo una ventaja con respecto a otros países de aproximadamente un mes antes de la aparición de casos con el virus SARS-CoV-2, tiempo que nos permitió conocer la situación de China y después de Europa con el avance de la enfermedad y sus complicaciones y consecuencias en términos de salud, esto no fue suficiente para tomar las medidas precautorias y evitar el trágico desenlace que hoy vivimos, con más 232 mil defunciones acumuladas a lo largo de 16 meses, según la cifra oficial, y que seguramente son muchas más.
La incredulidad fue lo primero que permeó en el ambiente, distintas versiones sobre la manipulación del virus, historias con distintas voces, políticas, científicas y artísticas se sumaron a la versión de la manipulación, acompañada de la resistencia a creer que un virus podría cambiar la realidad, situación impensable en pleno siglo XXI.
Para quienes han vivido en carne propia la enfermedad o han sufrido el dolor de perder a un familiar o amigo, el asumir los protocolos sanitarios se convirtió en parte de la normalidad, mientras que para otro sector de la población nada ha cambiado.
Esta ambigüedad social entre lo real y la ficción que construimos, ha acarreado un desgaste emocional para la convivencia, la comunicación y la armonía, incluso dentro de una misma familia.
Entre el obligado aislamiento inicial y el desarrollo de las primeras vacunas, hemos vivido la crisis humanitaria en distintos países, la saturación de hospitales, las restricciones económicas que llevaron a empobrecer a millones de familias.
Las vacunas se convirtieron en una esperanza, un alivio a pesar de las dudas que todavía se tienen sobre su verdadera eficacia, particularmente ante el surgimiento de nuevas variantes. El miedo entonces se relegó a un oscuro rincón del subconsciente, presto a saltar con las señales de alarma que corren a lo largo y ancho del planeta.
La logística de la vacunación en nuestro país también fue parte del caos de la pandemia, la falta de vacunas llevó a la población de 60 años y más a hacer largas filas durante horas y en algunos casos días, para acceder a la primera dosis. Por fin, la política federal cambió, para incluir a las instituciones educativas en el Plan Nacional de Vacunación, con el propósito de abrir más espacios de atención y agilizar la aplicación.
Sin embargo, el número de personas vacunadas es alarmantemente bajo, estamos viviendo de nuevo el incremento de contagios, ahora en la población más joven que aún no está vacunada, el peligro sigue ahí, firme y ominoso, pese a nuestro denodado esfuerzo por ignorarlo.
Es vital que volvamos a los protocolos rigurosos de prevención para evitar un rebrote de la enfermedad que nos arranque la ilusión de libertad que empezó a brotar con la vacunación, no bajemos la guardia, usemos el cubreboca y el protector facial, lavemos nuestras manos, limpiemos las superficies y, por favor, recordemos que cuidarnos es nuestra obligación y responsabilidad.
No olvidemos las palabras de Stephen Hawking: “Cuando las expectativas de uno se reducen a cero, uno aprecia realmente todo lo que tiene”. Valoremos nuestra salud y la de aquellos a quienes amamos.