Entre lo fino y los soez el albur eso es

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Si decimos que el señor Zacarías Blanco de la Barra gusta de soplar delicadamente al chile antes de comérselo entero, a fin de tener energías para pintar el techo blanco; si referimos a la romántica historia de Paloma María y Santiago Rico, que se hicieron pareja por compartir un gusto afín por los apretones de guayaba; si narramos las aventuras del ya bien conocido Dr. Aquiles Vaesa y de su grupo favorito de espermeras (¿querré decir enfermeras?), Lola Meraz, Rosa Melfierro y Debora Meltrozo; en fin, si gustamos de referir las cuitas de todos estos personajes coloridos y colorados que pasan sus vidas tocando hábilmente la corneta, martirizando frailes, ahorcando pelones y sacudiendo a la marmota, seguramente es porque somos mexicanos bien versados en el fino y exquisito arte del albur.
Aunque por lo general no tan fino, ni tan exquisito como puede parecer para los oídos recatados y los corazones moralmente sensibles de algunos, el albur, nos guste o no ser victimas de él, es el pan de cada día del mexicano con buen sentido del humor. Lo hay fino, subrepticio y recatado, hasta el grado de que se escapa a todos los que no poseen mentes agudas, o sucias y doble-pensantes; lo hay vulgar, barato, made in Mexico y albañilero, del tipo que escucharíamos incrustado en un no tan inocente piropo en cualquier parada… claro está, parada de camión, y en ocasiones lo encontramos hasta incidental, ya que muchos términos comunes y algunas antiguallas pueden transformarse en motivo de risa para quien sabe agarrarle —con maestría— los pelos a la burra.
Dicho sea el caso del albur no planeado, los ejemplos urbanos abundan si sabemos pararla (la oreja) en los rincones adecuados del país. Para mi fortuna no fue necesario inventar un ejemplo, pues me basta con el que recientemente le escuché a dos señoras ya de edad, que aquí parafraseo sin exageraciones, aunque esto parezca imposible de creer: A. “¿Sabes que es lo mejor para la menopausia?”. B. “No, ¿qué?”. A. “El camote. Si yo pudiera comerme todas las noches un camote antes de dormir lo haría”. B. “No, no. Yo digo que es mejor el puro extracto de camote. Yo todas las noches me echo mi traguito de extracto de camote y con eso tengo para sentirme mejor”. A. “No, pues a mí me gusta más mi pedazo entero con leche calientita antes de dormir. Vieras qué bien duermo con eso…”.
Pero me parece que nos estamos comiendo los plátanos con crema antes de siquiera ver gotear en el horizonte con una rubia, pues no hemos definido algo que para muchos no necesita definición, sino práctica y mejores momentos de aplicación. Aunque cualquier diccionario aceptado por la Real Academia de la Lengua tiende a definir la palabra albur como una “contingencia o azar que depende del resultado de alguna empresa”, en México la utilizamos para referirnos a la verbalización de uno o varios elementos expresados ambiguamente con una posible connotación sexual alterna. Dicha doble-sensualidad (por llamarla de alguna manera) se logra al utilizar palabras que se asemejan a otras mucho más soeces —como en el caso de los nombres que hemos utilizado en un principio—, o al dar un nuevo valor semántico a diversos sustantivos o verbos que, sin alterarlos, se asemejan a elementos relacionados con la sexualidad —el “tapete” o la “marmota” por el vello púbico; la “serpiente de un solo ojo”, “el tuerto” o “el pelón” por el pene; “la sonrisa vertical” por la vulva, y demás.
El albur también se vale de su contexto, y de la falta de especificidad lingí¼ística, para funcionar. En ocasiones basta con una simple inversión de valores y un par de cambios sencillos para encontrarlo en una frase, porque no es lo mismo decir “que te afino la flauta para que no te desentones”, que el decir, “que me afino la flauta para que te des sentones”. De igual manera, el alburero profesional se puede valer de los pronombres átonos para alburear (verbo cien por ciento conjugable). Éstos, al sustituir al sujeto de la oración de forma imprecisa, abren paso a circunstancias que podrían enrojecer cualquier lindo par de cachetes sin necesidad de una sesión de nalgadas. Por lo general, los pronombres átonos se conjugan con verbos transitivos como meter, sacar, arremangar, empujar, arremeter y embarrar, que se vuelven doblemente populares cuando hacen la mancuerna formando palabras con doble sentido como: métemela, sácatela, arremángamela, empújatela, arreméteme, embárramelos, etcétera.
Sea entre niños de primaria con sus muy recurridos coyotes sin pierna, sus olores a “obo”, sus sacos (¿cuál saco, por cierto?) y sus techos perlados; sea entre las señoras menopáusicas con sus camotes y sus extractos; sea por aquí, por allá, por delante o por detrás, o incluso en el Consulado general de chile —que no es lo mismo que el General con su chile de lado—, el albur existe y se mantiene vivo en nuestra nación, al mismo tiempo que mantiene viva a nuestra lengua, en todos los sentidos que esto quiera entenderse. El albur es parte de nuestra cultura, pues es, como muchos residuos corporales, un producto enteramente humano, y ha formado parte de nuestras risas y enojos durante cientos de años. Hoy es justo hacer patria; para ello tomemos como blanco de nuestra broma a cualquier amigo, a cualquier cura, aunque sea el Cura Melo o incluso a San Casteabro, y alburéemoslo en nombre de todos los mexicanos que no están albureando a nadie.

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