[…] vacunación COVID a menores,
uno de ellos captó cómo no le inyectan nada;
el émbolo está en la base,
pero la enfermera hace la mímica completa.
En cintillo de un periódico
La grandeza del éxito era proporcional a la frecuencia con que se mentía. Engañar, engañar, engañar sin el más tenue pudor. Mentir y engañar a muchos, con la frecuencia de todos los días, en ello radicaba el valor de los astutos. Era la astucia un atributo que el personaje conseguía, sobre todo, en los meandros del mercado, de la política y de otros tantos territorios donde los negocios eran bosque.
En los días que iban acumulándose en los archivos de la historia, el engaño era promesa de éxito, de dicha y de fama. El engañador era un personaje de éxito en la suma de grandísimas mentiras.
Socialmente, la verdad tenía poco valor, muy poco, casi nada, sólo el necesario para no olvidar el paraguas o el suéter. La mentira era la que mejor funcionaba en los engranajes del convivir y del trabajo.
Una noche, la tinta lo llenó todo de oscuridad. Las palabras y los minutos eran la noche en el pensamiento. No había sitio para la verdad. La verdad, poco importaba. Muy poco importaba la verdad para vivir.
Engañar o mentir era un arte conveniente. Sin engaños, la política era imposible de mantenerse actual. Con engaños, se vendía y se compraba todos los días, y no muy rara vez se adquiría gato por liebre.
Y no es que el gato fuera la mentira y la liebre la verdad; más bien, se trataba de un intercambio de intenciones con resultados diferentes para cada uno de los negociantes, cuyo valor en la adquisición no necesariamente establecía flancos en oposición.
Engañadores y engañados eran los actantes que daban vida al texto de la historia. Todos los días había éxitos y fracasos, pero de manera desproporcionada. Y todos los días tendrían que ser narradas las victorias, con la frecuencia de que parecieran muchas, tantas, que las derrotas fueran recordadas como hechos excepcionales.
En la excepcionalidad estaba el encanto del fracaso, que a tantos personajes de éxito literario les gustaba jugar con esa imagen: la del supuesto fracasado. En esto radicaba la excepcionalidad. Actuaban teniendo al fracaso como libreto. De hecho, había comenzado a tener mucho éxito vestir zapatos tenis viejos, gastados y sucios. Traerlos puestos era sinónimo de prestigio y de buen gusto.
Escribir a la velocidad del contrato o del premio prometido era el colmo de la dicha y el glamour. Y ahora con la publicación en formato digital, hasta los autores nóveles iban alcanzando las dinámicas de un hándicap de grafólogos impávidos, llenos de la adrenalina que inyectan las bolsas de valores.
Faltaba el aire para respirar.
Faltaba el tiempo para descansar.
Vivíamos ahogados de trabajo.
Todos los días cansados.
Todos los días sonámbulos.
Todos los días con el celular sonando.
En toda esta historia de engaños, sólo quien escribía bajo condiciones de mercado, contaría con el escenario propicio para soltar las más insólitas mentiras. Se trataba, efectivamente, de la verdad de los premiados, de la verdad de los más vendidos. Era la verdad envuelta con gestos de inmortalidad egipcia.
Y aunque había quienes creían ese cuento hasta con los ojos vendados, en el fondo se trataba de la verdad de los que temían y odiaban el fracaso.
Entre sonrisas y falsos tartamudeos en el escenario, se esmeraban en convencer con sus anécdotas que eran parte de una historia de fracasos y de penurias, que eran la imagen misma del sacrificio, que eran la verdad a prueba de rencores y malicias.
Pero el gran personaje en toda esa historia era el político. Sobre éste se escribían grandes cantidades de textos. Era el oráculo hablando del futuro. De un futuro imposible de adivinar sin equívocos. Sólo en el futuro, la verdad y la mentira eran nada más que puertas cerradas. Picaportes impávidos. Entradas y salidas en el umbral.
Presente umbral para pregonar todo eso que los medios multiplicaban por días y semanas enteras. Al político le encantaba discurrir haciendo del futuro un juego alegre para los suyos. Sus discursos sonaban en muchas otras bocas. Era la voz de la historia que los medios de información estaban obligados a registrar.
Alrededor del personaje nuclear estaban los futbolistas, los personajes de la farándula… y los escritores. Sobre todo, en lenguaje inclusivo: les jóvenes novelistas.