Fotos: Abraham Aréchiga

Sobre Avenida Normalistas existe un espacio donde nace el agua, las amistades crecen, los sueños se consolidan y el amor se atraviesa entre patos y balones. Casi con un kilómetro de longitud la Unidad deportiva o Parque Tucson guarda historias, lágrimas y descubrimientos de un sin fin de personas.

Hace más o menos 24 años mi papá me contaba que se juntaban a entrenar basquetbol con un viejito, cuyo nombre jamás fue revelado, pero quien desató el amor por el deporte a él y sus amigos; esa historia me la contó en la primera cancha, cuando me enseñaba a tirar de cucharita para lograr encestar tiros libres, mientras niños jugaban fútbol a lado.

En ese entonces la pintura era casi inexistente, la línea de libres estaba desgastada y las canastas dejaban notar que el sol había hecho de las suyas; a pesar de eso, La Tucson era el sitio donde muchísimos niños entrenábamos y disfrutábamos de las tardes de domingo tomando lechuguillas y agua del pozo naciente.

Había patos, unos que te seguían, otros que nadaban, algunos graznaban para que les dieras comida, pero siempre al caer la tarde todos acorralaban el lago y el parque se hundía en su canto que terminaba con la entrada del atardecer.

Los árboles que ahí habitan son enormes, o quizás solo es mi vago recuerdo de pequeña frente a la inmensidad, pero en cuanto anochecía el frío era atroz, la tierra se volvía poco firme, resbalosa y cuando llovía se formaban corrientes de agua que se enredaban entre las ramas salidas de los grandes troncos.

Al detenerme ahora a ver el lugar pareciera que todo ha cambiado. Las canchas de fútbol son nuevas, hay un área de escalada, las canastas son relucientes, la pintura es impecable, las canchas de voleibol tienen redes en perfecto estado; pero las risas siguen, las porras no se apagan y los patos han volado.

La técnica de la cucharita, así como tomar la lechuguilla que se encuentra al fondo de la hielera, siguen siendo el kit ideal para ganar un partido de básquet. Mi equipo desapareció hace más de 15 años, el único mixto en la liga de ese entonces; ahora veo cómo se divierten decenas de niñas y niños, como los veteranos siguen insistiendo en hacer brillar el pavimento y como aquellas pequeñas tienditas se han transformado y ya cuentan hasta con refrigerador.

Caminando entre las sombras exquisitas que siguen dando los árboles, he notado que hay más personas en la alberca, ya no solo de forma recreativa, sino que también dan clases; hay gente haciendo uso de la zona de gimnasia, así como porras enormes en las gradas mientras las y los jóvenes juegan.

La vida solo le ha otorgado más encanto a “La Tucson”, la comunidad no ha dejado que el ojo de agua se pierda, ni que las ligas se apaguen, por el contrario, las han impulsado para tener durante todo el año, para todas las categorías sin distinción de género.

Si vuelvo atrás, no creería que las canchas en las que gané mi primer torneo ahora son utilizadas por decenas de niñas que tienen referentes dentro de la misma unidad para querer ser deportistas profesionales.

Qué alegría poder ver el atardecer tocando el laguito que tanto me acompañó en la infancia, entre árboles frondosos, inmensos y fuertes que, así como le dan vida al parque, son uno de los grandes pulmones de la ciudad.

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