Como suele suceder al final de encarnizados años de enfrentamientos, el grupo vencedor es el encargado de vender caro el discurso… ¡y de qué modo! La versión de que la Revolución mexicana había sido un triunfo popular de los de abajo, sería orgullosamente aceptada como la historia oficial y, al grito de “¡Qué viva México!” se inauguraría, casi por decreto caudillo, una renovada identidad nacional, equiparable a aquella incipiente identidad independentista del siglo anterior.
Con la esperanza de que aquellos años de revueltas hubieran valido la pena, la Revolución fue rápidamente aderezada —especialmente por la política institucional— con un toque de orgullo nacionalista y la casi instantánea construcción de héroes empistolados.
La Revolución y el periodo post-revolucionario se convertirían directa o indirectamente en el telón de fondo de numerosos melodramas y comedias rancheras de la Época de Oro.
A principios de la década del treinta Sergei Eisentein, el prodigio de la cinematografía rusa, se preparaba para filmar en nuestro país el episodio más ambicioso de la tristemente célebre película inconclusa ¡Qué viva México! (1932). Como cineasta marxista, o según De la Vega: como artista comprometido con la historia y la Revolución soviética, el director de Soldadera estaba dispuesto a mostrar en la figura femenina de la Revolución mexicana la alegoría de la unidad nacional de un país que, de manera muy similar a su patria, [casi] había conseguido el comunismo en los años diez con la entrada conjunta de Villa y Zapata a la capital.
¡Qué viva México! representó las esperanzas de cambio socio-político que Eisentein no podía más que leer como las fuerzas progresistas de la historia, porque como lo explicaría él mismo, en México éstas se manifestaban no sólo en sentido vertical con la evolución social a través de los siglos, sino de manera horizontal con las manifestaciones campesinas, indígenas, obreras que sucedían simultáneamente en sus distintas regiones geográficas. Quizás por eso, el bélico episodio del levantamiento social contra el gran dictador Porfirio Díaz, exigía ser contado con una perspectiva revolucionaria en toda norma: ¿y qué puede serlo más en un país de machos que la mirada adusta y femenina de la Soldadera?
Una película de tal importancia seguramente habría calado hondo en la industria cinematográfica mexicana, de no ser por los caprichos que llevaron a su interrupción. Tuvo que esperar más de 40 años su estreno y, para ese momento, buena parte de la Historia ya se había escrito. El cine de Oro tendió hacia una extraña apolitización en la que la edulcoración del charro, más parecido al hacendado que al campesino, se asemejaba a una nueva burguesía del campo que, además, conseguía la admiración de las audiencias.
Sin embargo, no todo fue dulzura en la pantalla grande. Años antes de aquella época dorada directores como Chano Urueta y Fernando de Fuentes contaron, a toro pasado, las hieles del movimiento armado. De Fuentes integraría una trilogía hoy aclamada por la crítica; pero que, en su momento, no alcanzó el éxito del que gozó Allá en el rancho grande (1936), también de su autoría, y con la que se da inicio al cine mexicano a escala industrial con la fórmula de los protagonistas cantores (Tito Guízar) y la estética rural.
No obstante, Fernando de Fuentes parecía tener más interés en construir una versión crítica de la Revolución; con lo que en El prisionero trece (1933), muestra la cara de la milicia y sus dirigentes como trabajadores al servicio del golpista en turno. El coronel Carrasco, que sirve a Victoriano Huerta, es configurado como un personaje desagradable que bebe y maltrata a su esposa hasta que ésta decide abandonarlo llevándose también a su hijo Juan.
Su papel en la historia está definido por su disposición a inculpar a un inocente a causa del soborno recibido para liberar a Felipe Martínez, condenado a fusilamiento. La catarsis se presenta ahí donde Carrasco ignora que fusila a su propio hijo por aquel soborno. Con este final poco complaciente, el director inaugura un cine desesperanzador de la Revolución, aun cuando el último minuto intenta hacer pasar todo aquello por una pesadilla de la que Carrasco se libra, convenientemente, al despertar.
La segunda de su trilogía, El compadre Mendoza (1933), construye secuencias fílmicas que, mediante el secretismo, el doble discurso y la ironía, confieren el más claro sentido al dicho popular “a río revuelto, ganancia de pescadores”. Contrario al discurso socialista y enaltecedor que ya era costumbre en la época, De Fuentes presenta con crudeza la presteza a la Revolución de un terrateniente individualista como Mendoza, siempre que ésta represente la posibilidad de hacer grandes negocios para bandos opuestos. Resulta aceptable ser huertista y zapatista a la vez, o entregar un amigo a la muerte “para hacer un bien al país, cansado de tanta revuelta”, siempre que esto haga posible conservar la hacienda intacta.
Pero no fue sino hasta ¡Vámonos con Pancho Villa! (1935) que De Fuentes redondea su creciente desazón cortando la cabeza del más famoso héroe revolucionario. La tropa de seis ilusionados campesinos que se unen a la bola, bajo el nombre de Los leones de San Pablo, esboza un panorama triunfal y cargado de orgullo dedicado al General Villa. La alegría de quien, no teniendo nada que perder se une a la causa, se desdibuja paulatinamente y se interna a un tratamiento más visual que sonoro, cuando muere el primer león en batalla. A la disolución de todo ideal, le sucede la muerte de otros tres, sin que a Villa parezca importarle en lo más mínimo. El detonante último de la desesperanza tiene lugar cuando el más joven, Becerrillo, parece estar enfermo de viruela y el general, ahora desdibujado y cruel, pide a su compañero de viaje que lo queme “vivo o muerto, ¡a mí qué me importa!”.
A este tono de desmitificación se inscribe también Los de abajo (1939). Para Chano Urueta, que lleva a la pantalla grande una severa adaptación de la novela de la Revolución de Mariano Azuela, no sólo los militares, los terratenientes o los mismos líderes revolucionarios han traicionado la causa; sino que, incluso aquellos por los que la Revolución encuentra su justificación última, los marginados, los injustamente encarcelados, los despojados, se inclinan más temprano que tarde por el saqueo. Ese que primero sabe a justicia y pronto se convierte en forma de vida. No obstante, los personajes de Urueta mantienen cierto rasgo de humanidad, de empatía, que los de De Fuentes han perdido: después de todo, los de abajo seguirán siendo los de abajo.
Cuando por fin se firmó la Constitución de 1917, que dio por concluidos años de enfrentamientos, la política mexicana haría los malabares necesarios para apropiarse del discurso triunfal revolucionario, especialmente a partir de 1929 con la conformación del Partido Nacional Revolucionario (PNR), el más antiguo antecedente del actual Partido Revolucionario Institucional (PRI). Aquello significaba el cierre negociado de una crisis política que había derivado en el fortalecimiento de una figura dictatorial muy parecida a la de don Porfirio, por quien —se decía— habíamos empezado una revolución.
Esta figura era la de un caudillo empoderado tras la revuelta, a quien Martín Luis Guzmán describió a detalle como asesino y corrupto sin necesidad de nombrarlo directamente en su libro, La sombra del caudillo. Publicado en 1929 en Madrid, durante el exilio del escritor, y rotundamente prohibido en México, la obra aludía a un personaje (Plutarco Elías Calles) que había conseguido convertirse en el poder detrás del poder.