Entré a la secundaria en 1983, poco antes de cumplir doce años. La epidemia del sida es uno de los correlatos de mi adolescencia. Desde luego, a comienzos de los años 80 la gente común y corriente no hablaba del sida con un mínimo fundamento científico. Era (se decía) una enfermedad infecciosa, pero también una especie de cáncer. Había quienes aseguraban que los mosquitos lo transmitían con facilidad y que cualquiera se podía contagiar apoyando la mano en los barrotes del autobús o usando un baño público infectado. Era como si la imaginación, gobernada por el miedo, circulara con mayor velocidad que la poca o mucha información científica que hubiera en aquel entonces.
Poco tiempo después, aunque yo lo ignorara en ese momento, Juan Goytisolo escribió Las virtudes del pájaro solitario (1988) y La cuarentena (1991). La huella del sida es profunda en Las virtudes del pájaro solitario. En capas textuales yuxtapuestas, la novela se refiere al cautiverio de San Juan de la Cruz en 1577 a manos de los carmelitas calzados, enemigos de su doctrina, pero también a la persecución y trituración psicológica de los disidentes ideológicos en los regímenes totalitarios y a la desesperanzada hospitalización de los enfermos de sida por aquellos años.
Por otro lado, en La cuarentena, contrariamente a lo que pueda suponerse, Goytisolo no recrea una experiencia de curación sino, en todo caso, de trascendencia. El título no se refiere a una cuarentena terapéutica sino a dos muy distintas cuarentenas que ocurren paralelamente: los cuarenta días en que, según la tradición islámica, el alma de quien ha muerto espera el interrogatorio al que habrán de someterla dos ángeles implacables, Naquir y Muncar, y los cuarenta días que duró la primera guerra del Golfo Pérsico, a principios de 1991. En un capítulo de la novela, el narrador cuenta un sueño en el que aparecen Jaime Gil de Biedma, quien había muerto de sida en 1990, y Reinaldo Arenas, quien se había suicidado el mismo año, enfermo gravemente de la misma enfermedad.
Años atrás, mucho antes de contraer el virus que habría de matarlo, Gil de Biedma escribió “Pandémica y celeste”, uno de sus más bellos poemas. Es un poema de juventud y vejez, de pasado y presente, de promiscuidad y fidelidad. En síntesis: de la vida, que cobra sentido con la muerte.
Desde hace siglos, en distintos periodos de la historia se ha pensado que la humanidad, sus instituciones y hasta la naturaleza misma están en decadencia, sumidas en un estado irreversible de descomposición. De ser así, la literatura es una emanación miasmática de la realidad. La estética moderna recupera esa idea: del marxismo al psicoanálisis, de las vanguardias históricas a la filosofía de Heidegger, del existencialismo a la teoría posmoderna, puede rastrearse una especie de acuerdo en torno a la creencia según la cual el impulso artístico en general y la creatividad literaria en particular expresan un estado de cosas previo, conflictivo por necesidad, y que por esta razón la literatura es no el resplandor virtuoso sino el síntoma de un malestar, de un padecimiento que no logra curar, pero sí diagnosticar y explicar.
La literatura moderna se sabe, por ello, simultáneamente amenazada y atraída por el caos, la incomunicación, lo absurdo, la fragmentación, la incertidumbre y la violencia.
En octubre de 2019, cuando el coronavirus no asomaba todavía en el horizonte, la profesora norteamericana Elizabeth Outka publicó una sustanciosa investigación titulada Viral Modernism, cuyo subtítulo no deja lugar a dudas: “La pandemia de la influenza y la literatura de entreguerras”. El volumen se refiere a una epidemia que tuvo lugar hace más de cien años (la influenza de 1918) y a su vívido impacto en libros que aparecieron entre 1920 y 1935.
Sin embargo, la emergencia del covid-19 y la expansión de la pandemia en 2020 le dieron a la investigación de Outka una irrefutable actualidad: hoy nos reflejamos en el espejo múltiple de Katherine Anne Porter, T. S. Eliot o William Butler Yeats, como si nuestra imagen presente sólo adquiriera nitidez en el pasado.
Nadie toma conocimiento de la muerte a través de su propia muerte. Del sufrimiento no puede afirmarse lo mismo: tanto el dolor físico como el espiritual se viven en primera persona. Cuando percibo en otro que la muerte suele verse precedida por el dolor, entonces comprendo que mi propio dolor puede llevarme hacia la muerte. Al concebir esa posibilidad, especialmente si la convierto en miedo, me sé amenazado. La pandemia se nos presenta en distintos niveles: al pensar en ella pensamos en la muerte, que le ocurre a otros, pero también en el riesgo, que interiorizamos en primera persona. La pandemia está en los demás, en plural, pero también está en mí, en singular. Esa tensión entre la colectividad y el individuo, entre mundo exterior y mundo interior, se abre paso en las mejores obras literarias y, desde sus palabras, nos permite situarnos en el universo.