Cedo a la vieja tentación de apelar a Borges, quien expresa en una conferencia, refiriéndose al arte de contar historias, que “sólo existe un número reducido de tramas”, y el interés de muchas obras, consiste en la variación que de tales tramas esenciales puede llevarse a cabo. Los cuentos que componen Con playera de Sonic Youth, de la autoría de Lorena Ortiz, constituyen variaciones en torno al tema de la cotidianeidad. Tema que, llevado a los terrenos de la ficción, no será nunca esa brumosa “realidad” del día a día, sino la apertura del espacio del juego.

De acuerdo a Gadamer, el juego constituye “una función elemental de la vida humana”, que implica un hacer comunicativo, caracterizado por la anulación de la distancia entre jugador y espectador, por ser éste parte del juego (aun siendo observador), co-jugador. Jugar exige, entonces, siempre un “jugar con”, que, piensa el filósofo, constituye una de las notas fundamentales del arte: un ejemplo muy gráfico de ello pueden ser algunas instalaciones, que requieren necesariamente que el espectador “entre” —literalmente— en ellas, pues es tal gesto lo que le confiere a esa obra, por así decirlo, un sentido; sentido que variará de un participante a otro, sentido que, en fin, nunca puede reducirse a una fórmula, ni tampoco a una única visión. Ciertamente, siempre cabe la posibilidad de mirar desde fuera, de no involucrarse del todo.

Con playera de Sonic Youth propone numerosos juegos. No es sólo tener empatía, aversión, ternura, etcétera, por determinadas situaciones o personajes. Me es inevitable no sentirme identificada con el odio a sí misma de Elisa, cuando uno tras otro, revela datos reales sobre su vida a los desconocidos de aquel bar. Van más allá, también, estas narraciones, de las carcajadas que provocan algunos episodios: un perro fino con gas pimienta en los ojos o aquella chica diciendo al “rabo verde” que el cambio de sexo que se hizo su hermana, le había estropeado el carácter.

Igualmente, esta obra de Ortiz no se limita a ser abundante en referencias relativas a la moda —con un toque de humor—; al cine y alusiones sobre música, como indica el cuento que da título al libro. De manera que, en lo que a mi lectura se refiere, ésta estuvo acompañada por un soundtrack extraordinario, aunque confieso que jamás había escuchado a Sonic Youth, y nunca osaría portar una playera de ese grupo sin ser fan. No me resistí tampoco a señalar aquellas películas que me faltaba por ver, o intrigarme por buscar algo del cineasta finlandés Kaurismäki, cuya presencia en el libro me hizo comprender por qué fumo tantísimo, pues dice que siempre pone a sus personajes con un cigarro en los labios para que parezca que traen algo en la cabeza…

Sin embargo, uno de los juegos que me pareció más fascinante, consiste en que, tal como en esas instalaciones a que antes me referí, cada uno de los cuentos invita al lector a una construcción activa. Parece la puesta en escena de doce espacios, con su respectivo contexto, iluminación, mobiliario y personajes; puesta en la que uno se ve casi obligado a colaborar en las historias, a imaginar, por ejemplo, la fiestota que tuvieron Mateo y Raquel para encontrar en la tina del baño a ese hombre inconsciente; o, pensar —con un desasosiego similar al que producen las películas de Lynch— en la velada con Alyson, en una lujosa mansión. Claro que es posible también quedarse en el instante en que huele a sopa de letras y hay una mancha de sangre en el asiento…

Este despliegue de escenarios y personajes, de instantes, por más que en ocasiones conozcamos ampliamente el contexto, dejan siempre una apertura, un claroscuro. Parece como si nos enfrentáramos a doce fragmentos. Y con fragmento, no me refiero en absoluto a una malformación, a algo incompleto que debió ser cerrado o finalizado; justo esa aparente incompletud o, más precisamente, esa instantánea tan plena, me parece una de las cualidades de Con playera de Sonic Youth. Porque las innumerables posibilidades (no quiero sonar borgiana) están contenidas en cada uno de los textos y parte del juego consiste en ese vaivén, ese incesante ir y venir, de lo que se narra a quemarropa hacia lo que hay tras lo explícito.

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