¿Qué hay entre tú y el texto que lees?
Martín Axieu
Cuando supongo que estoy tocando un espacio jamás tocado, con el paso de los minutos, o de las horas, o de las semanas, me sucede lo que a Juan José Arreola con las ideas: que creía estar pensando algo jamás pensado, y luego descubría que eso mismo ya lo habían pensado muchos otros antes que él.
El espacio que acabo de tocar y al que quiero hacer referencia, es un espacio abstracto, invisible e inmediato. Me sucedió cuando leía un texto electrónico. De pronto caí en la cuenta que, a diferencia de cuando leo textos impresos en papel, el espacio que hay entre mis ojos y la pantalla donde aparece el texto digital es de poco más de cuarenta centímetros de distancia.
Se trata, entonces, de un espacio equis en el que mis ojos -que padecen de estrabismo- han de hacer un gran esfuerzo para no naufragar en los oleajes de la escritura digital. Pero ojalá sólo fuera una cuestión de naufragios oculares; lo que en realidad me ahoga es un mar de cansancio emocional y mental.
Imposible que pueda estar leyendo ante la computadora más de cuarenta minutos sin interrupción. Debo estar suspendiendo la lectura, por lo menos, cada diez minutos, o de lo contrario termino vomitando desesperaciones, dolencias oculares y, de inmediato, me alcanza un intenso deseo de meter la cabeza en el balde de agua helada que hay para el caso.
Preferiría no desayunar con náuseas ni enfrentar los insomnios con cefaleas ni con ojos ardiendo por figuras electrónicas.
Para mí, la lectura en computadora sería preferible realizarla entre las diez y la una de la tarde, de lunes a viernes; o bien, entre la cinco y las ocho de la noche. Por el contario, muy temprano en la mañana y ya de noche y hasta la madrugada, es habitual que lea libros impresos; durante toda la semana y hasta en vacaciones.
Mentiría si digo que he escuchado audiolibros. No he comprado ninguno y dudo que vaya a hacerlo algún día, debido a que mi sistema auditivo ha venido empeorando en los últimos años. Lo que sí: dentro de no mucho tiempo andaré buscando libros con tipografía más grande.
Desde hace varios meses estoy naufragando en un espacio de respiración artificial; conectado a los respiraderos de textos electrónicos: ebooks académicos, ensayos para ser utilizados en aulas virtuales, cuentos, minificciones, textos de reacción de los estudiantes, textos de cursos online para docentes… Han sido semanas en las que pensamientos digitales me han echado a una dolorosa travesía por mares sin fin, y esto mismo ha provocado que mi respiración acabe siendo venenosa. Asfixiante hasta el extremo de buscar con mucha urgencia las áreas verdes en lo onírico.
Salir de casa es arriesgado. Desde hace casi dos años, en el espacio público existe un virus de proporción pandémica, entre otros tantos virus que pululan sobre banquetas y en avenidas, cafeterías y autobuses. Y las bibliotecas sólo ofrecen libros electrónicos, y los que están en papel habrá que leerlos pero sin préstamo externo, o sea, leerlos con el riesgo de acabar contagiado de aterradora incertidumbre en las mesas de lectura.
Posiblemente en otros, en muchos otros lectores, el espacio en que sucede la lectura en tablets o en laptops los colme de oxigenación y los mantenga en un estado emocional inmejorable. Son, de algún modo, candidatos perfectos para continuar evolucionando en la cuarta revolución, la de ciberpensamiento y cibersensiblidad. Serán lectores de sinapsis hiperveloces con cuerpos alimentados mediante dietas nanonutricionales.
No dudo en que ha de haber cantidad de estudios en los que haya sido tratado el espacio equis que media entre el objeto de lectura y los ojos del lector. Sobre todo, en relación con los efectos físicos y emocionales que provocan las diferentes textualidades según el soporte (digital o en papel) de quienes las leen, y el tiempo que se mantienen leyéndolas. O también, puede ser que hasta la fecha sea éste un tema en absoluto de interés para nadie, y que el espacio equis por el que me he estado sintiendo afectado sea nada más que una aberración de mi parte. Desde luego, debida a mi estrabismo y a la época en que nací, sin tablets ni escrituras digitales.