Ficción contra la catástrofe

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A principios de 2007, J. G. Ballard comienza a escribir su autobiografía Milagros de vida, luego de que meses antes le diagnosticaran cáncer. El ejercicio autobiográfico puede ser una sombra provocativa para la memoria. Más que copia impecable de los acontecimientos vividos (si es que algo así es posible), ejercitar la interpretación, de hermenéutica a distancia, estampa cierto grado de teatralidad en las palabras. Teatralidad orgánica, porque también el cuerpo guarda presencia de lo que ya no está. Artificio de reconstrucción, de redimensionar el sentido de los hechos.
Tras el niño Ballard que recorrió Shangai, tras los rostros de los mendigos chinos, tras la función profiláctica de los cinco martinis en el desayuno de los adultos y el asombro ante una piscina vacía; tras el campo de concentración japonés y la libertad de los aviones abandonados, encontramos el montaje de un Oriente lastimado por la Segunda Guerra Mundial.
Un Londres devastado que ocultó con sus códigos de conducta su propio cadáver. Tras el asombro hacia Bacon, el Surrealismo y Freud, las clases de anatomía y antiguos maestros de la facultad de medicina diseccionados por sus propios alumnos, chocamos con una sociedad dolida, tapándose los ojos ante la obligación de reconstruirse, en un afán de crear placebos, como la fama y el mercado de masas.
La psicosis invadiendo ciudades como plaga silenciosa. La sensación permanente de que la guerra continúa, el recuerdo de atrocidades. La búsqueda de construcción de una lógica imaginativa que dotara de sentido a todas esas muertes y a la muerte de su esposa. El descubrimiento del milagro con la crianza de sus tres hijos. La escritura de ficción como lanza para penetrar las heridas de la realidad.
Milagros de vida, más allá del testimonio del hombre Ballard, representa una travesía por las ruinas y reconfiguraciones del siglo XX, un ejercicio crítico frente a la guerra, la sociedad, la literatura, las viejas y nuevas formas de entender el mundo.

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