La filmografía de Guillermo del Toro regresa de manera recurrente a realizar adaptaciones de cómic; no es de extrañar, puesto que siempre fue un lector asiduo de los mismos. Incluso, en sus días escolares, escribió y dibujó en un fanzine.
Del Toro no evita referirse al cómic utilizando la denominación que teóricos y creadores defienden: el noveno arte.
Su primera incursión adaptando cómic al cine fue una de las entregas de la serie Blade, de Marvel Cómics; las aventuras de un cazavampiros interpretado por Wesley Snipes (quien se rumora que regresará al papel). Es una cinta de acción sin pretensiones, y puede que esté entre sus obras más débiles, pero Del Toro tuvo que trabajar con el desastre argumental que le había dejado la primera entrega, e hizo milagros, aunque seguramente él habría preferido regresar a los orígenes del personaje, en La tumba de Drácula, un cómic de los 70 que rendía homenaje a las películas de la Hammer. Pero tuvo que ceñirse a la versión del personaje que había sido reinventado en los 90: ya no un dhampir buscando venganza contra Drácula, sino un semivampiro artemarcialista. Hacer una película rescatable con él era un milagro.
Con Hellboy, Del Toro se encuentra en su elemento, y se nota: historias de tono superheroico pero con un trasfondo nutrido en mitología, folklore y literatura de horror. Los puristas del cine han desdeñado repetidamente estas películas; sin embargo, es seguro que se encuentran entre las favoritas personales de su director. Sus colaboradores recuerdan que cuando Ron Perlman se presentaba en plena caracterización como el cínico “niño del infierno” dedicado a la investigación paranormal, el rostro de Guillermo se iluminaba con una sonrisa infantil.
Los críticos que desconocen el material de origen son condescendientes con el amor del realizador por sus aficiones infantiles; sin embargo, él nunca abandonó esa afición.
Mike Mignola creó a Hellboy en 1993, cuando su carrera cinematográfica estaba ya en marcha. Hellboy nació como una joya en un periodo en el que los cómics tocaban uno de sus momentos más bajos; una producción de Dark Horse, sello que —al lado de Malibu, que hacía lo propio con su apartado de Ultraverse— apostaba por los argumentos innovadores en un periodo en que las principales editoriales se entregaban a un abuso de la ilustración saturada y trucos comerciales como portadas variantes o de holograma. Un cómic sólidamente documentado en el folklore, el esoterismo y los Mitos de Cthulhu de H.P. Lovecraft, que sin duda Del Toro devoraba. Su aprecio por el mismo es patente en los cuatro largometrajes que realizó con el personaje (dos de ellos en versión animada, pero con el mismo casting para las voces).
Pero en otras películas es reconocible la fuerte influencia de los recursos del noveno arte en su visión. Su narración visual abreva del cómic justo como en muchas ocasiones éste se nutre del cine; sus abundantes bocetos de preproducción muestran un estilo que, de haber seguido otra dirección, habría sido muy adecuado ilustrando historietas en la tradición Warren. El laberinto del fauno trae a la vida los diseños e ilustraciones de Mignola. Mimic es narrada al estilo de un cómic, y el final dramático que los productores le impidieron (el sacrificio de ambos protagonistas) era típico de una novela gráfica (cabe mencionar que el cuento de Donald A. Wollheim en que se basó Mimic es muy, muy breve y no contiene más que la premisa básica; el argumento es por completo Del Toro).
Sus novelas, escritas usualmente en colaboración con Chuck Hogan, muestran una tendencia hacia la ciencia ficción más que hacia el horror; y en ellas la narración tiene mucho de cómic. Aunque puede no ser justo valorarlo a partir de estos libros; dado que Del Toro se ha lamentado de que desde hace años no tiene tiempo para leer, debido a su labor cinematográfica, es razonable asumir que la mano de Hogan es la que nos da el producto terminado de estas novelas. Pero me atrevo a especular que, de haber estado más presente la voz narrativa de Guillermo, el resultado habría sido aún más próximo al cómic.
Porque Guillermo del Toro no sólo es sincero acerca de sus influencias, y no reniega de ellas por el bien de cumplir expectativas; por el contrario, se mantiene fiel a hacer lo que a él simple y llanamente le gusta hacer.
Donde muchos críticos pretenden reconocerle que «va más allá» de los géneros en los que trabaja, por el contrario, incorrupto por el qué dirán, Del Toro no trata a dichos géneros con condescendencia (como lo hacen quienes así opinan y cuyas palabras muestran que desconocen aquello que juzgan), sino que se rehúsa a hacerlo y decide sumarse a aquellos que exploran el potencial y alcance de los mismos, sin pretensiones de «reinventar» o de «trascender» sino, por el contrario, de entregarse a ello y, sobre todo, disfrutarlo. Porque no se avergüenza de reconocer que está, simplemente, haciendo lo que le gusta hacer.
¿Y acaso el arte deja de serlo por ser sincero?